Seráfica se compró un loro y le enseñó a decir “mamá”. El loro, que había pasado tres meses licenciándose en el escaparate de una tienda de animales, se empeñaba en repetir “oño” y otras palabras de parecido jaez, mostrándose siempre renuente a las exigencias de su dueña que se empeñaba en cambiarle el léxico. Cuando al fin lo consiguió, Seráfica adquirió un perro al que puso por nombre “mimí”. El loro, al que se le resistían las íes, le llamaba “mamón”. Aunque lo intentó, en esta ocasión Seráfica nada pudo hacer para mejorarle la dicción.
En otro momento de su existencia, de la tienda de animales se trajo un hamster, un conejo, un gato y una tortuga. A todos sus animales Seráfica les protege contra su pecho de soltera y les da calor y amor. A cambio, recibe amor y calor … y maullidos y gritos y ladridos y un largo etc. casi interminable, que la compensa de los sinsabores de la vida y de algunas lagunas importantes de ella.
A todos juntos, llevada de su amor en potencia explosiva, les llama “sus niños” y a cada uno, menos a la tortuga, porque no se deja querer, sus hijos del alma.
Una tarde llamaron a la puerta. Era Jeromín, un antiguo novio que explicó, mejor farfulló pesaroso que había huido de su lado por susto y que volvía arrepentido. Seráfica, viéndole de pie, en el quicio de la puerta, se echó a llorar y le dijo, al tiempo que miraba para el salón donde había instalado maternalmente su guardería:
– Ya es un poquito tarde, Jeromín.
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