Va Bienvenido por la acera solo, cuando una mosca, no más grande que… que una mosca, le revolotea delante de la cara. El mozo, con las manos y con los brazos, como aspas de molino, trata en vano de quitársela de delante, de espantarla en suma. Por unos instantes lo ha conseguido.
Más no ha andado tres pasos adelante cuando de nuevo le revolotea delante de los ojos. Vuelve a quitársela de encima a zarpazo limpio, con ira contenida o no tan contenida. Al cabo de diez manotazos y dos mandobles lo logra. La maldita mosca se ha marchado, no más de veinte segundos, porque después vuelve a la carga y Bienvenido, algo más calmado, la escucha, primero cerca de la oreja izquierda, no, de la derecha. Va y viene y le roza levemente el cogote cuando no le pasa por debajo de la barbilla. Le vuelve la irritación como si el sonido que produce el aleteo de la mosca fuera en realidad la erupción de un volcán.
Pierde la calma tratando de ahuyentarla. La ira, renace como nunca la había sentido hasta ahora, con tal intensidad le invade, que le hace revolverse sobre si mismo buscando el sujeto que causa su desesperación. Vuela una mancha mínima y oscura alrededor de su cabeza. Por un instante la ha visto pasar delante de sus ojos. La ha visto y espera, como si agazapado aguardara el paso de la presa. De repente se ha hecho el silencio. Es la calma que precede a la tormenta. Y al fin la siente, le ha rozado con sus alas el hueco de la nariz. Como el cazador que aprieta justo el gatillo cuando pasa la liebre, Bienvenido ha palmeado sus manos sobre la nariz. El aplauso ha resonado con la violencia de un escopetazo, algunos de los transeúntes que en aquel momento pasaban por la otra acera se han vuelto extrañados, cuando no temerosos.
Ahora se ríe Bienvenido. Separa las palmas de las manos para ver la muerte en directo, solo que allí no hay nada. En el último momento fue más rápida que la misma ira.
Reanuda el paso, con ligereza, para al menos, si no la puede matar dejarla atrás. Pasa un minuto, dos, no llegan a tres cuando el imperceptible zumbido llega. No, no es la mosca, son las alas de un gorrión que se ha posado en la acera, cerca de un pequeño charco de agua delante de él. Respira aliviado. Sigue andando y se olvida, lo intenta al menos. Se sienta en el velador del bar donde ha quedado con un amigo. Cuando éste llega, Braulio se llama, hablan de negocios, de la infancia apenas traspasada.
Bienvenido, ni siquiera le escucha, no deja de pensar en la mosca, apenas una mancha en la uña del dedo meñique le ha podido de tal modo sacar de sus casillas. Se arrepiente. No se da golpes en el pecho por no asustar a su amigo Braulio, allí delante, no quiere hacerle pensar que ha perdido las entendederas o se ha vuelto completamente loco.
¿Loco?, se pregunta. Acaso no lo estuve cuando disparé toda la artillería contra el díptero. Se arrepiente tanto que, por un momento, piensa encontrarla de nuevo y disculparse. Tan enajenado está, que apenas si advierte la presencia de su amigo.
Con un imaginario pisotón en el suelo se dice para sí:
– Malditos demonios alados, queréis de una vez dejarme en paz. Nadie y menos una mosca, por mucho que haya perseguido al hombre desde el principio de los tiempos, no puede tener poder suficiente para sacarme los nervios de quicio. Si por unos momentos en esta ocasión lo ha conseguido, tan solo ha sido mi culpa, una enajenación transitoria. Nunca más pensaré en tal suceso.
Braulio, sin duda extrañado por la confusión de su amigo alega prisa para levantar el campo. No sin antes, del hombro de su amigo Bienvenido quitar una mota, posiblemente el cadáver de una mosca destripada, incomprensiblemente hallada en tan insólito cementerio.
– Debes cuidar los lugares por donde transitas, no parece, a la vista de tales desperdicios como portas, pasear por donde tú caminas -le dijo Braulio a modo de despedida al confundido Bienvenido.
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