Buscando en el contenedor asió la mano de ella. Fadrique de la Bella Casa, levantó entonces los ojos y dejó por un instante de escudriñar el hambre que le roía las tripas. En aquel momento mágico, donde el sol se escondía entre arreboles de oro por el poniente de la vida, divisó, como una llamarada en un campo de trigo. Eras los ojos de ella.

Ardían sus pupilas tanto como su mano enfebrecida. Fadrique soltó entonces, sobre la palma de la mano vacía de aquella  mujer de frío y de fuego, el pan duro recién encontrado.

Aquella noche, recostados los dos en el contenedor vacío, ella acurrucó su cuerpo aterido sobre el pecho del hombre.

Fue, recuerda Fadrique cuando lo cuenta a otros mendigos, de todas las noches del año, la única velada que duró un suspiro, el único tiempo que le reconfortó el ánimo, el instante único donde sintió su coraje espoleado, haciéndole ver el futuro con la alegría del presente.

Más nunca Fadrique llegó a saber el nombre de ella. Acaso por eso la llamó Silencio, porque en él pudo escuchar en adelante su corazón olvidado. La llamó Vida, porque aún despidiéndose, le dejó su aliento. La llamó Amor, porque habiendo podido besar su cabeza, esta cayó, al fin exhausta, sobre su pecho.

Tantas veces la siguió llamando en la mañana, que de no haber volado la noche anterior rauda hacia las estrellas, hacia aquella que más lucia y que creyó escucharla llamar madre, sin duda se hubiera despertado.

 

 

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