Yo duermo con el teléfono encima de la mesilla de noche. Es la costumbre. Aún ahora, por más que también me lleve el teléfono móvil. Me ha gustado siempre contestar las llamadas raudo, sin hacer esperar al que tiene la delicadeza de llamarme.
Anoche, pasadas las doce, la hora que dicen del silencio y llaman de conticinio, sonó el aparato con estridencia inaudita que nunca, hasta el momento, había sentido o había creído sentir. No, no es habitual que me llamen a tales horas por más que si así ocurre, dentro de mí las turbulencias de algo malo e inesperado claman y revolucionan mí ser. Pensé en alguien próximo, en una noticia no deseada, pues de otra forma, me repetí, lo pueden dejar para el día siguiente.
Me equivoqué, de medio a medio. No era nadie, al menos ninguno de mis conocidos o familiares próximos, pero acerté de pleno en el mal augurio, el que nació con el chirrido del primer timbrazo.
Levanté el teléfono y como es habitual pregunté:

– ¡Quién va!

Me contestó una voz de hombre, me dijo:

– Soy yo.
– ¿Y quién eres tú? si se puede saber.
– Nadie, un alma en pena

Un gracioso pensé de inmediato que se encontraba al otro lado de la línea telefónica. No obstante le seguí la corriente, que al fin me había despertado y no tenía ninguna gana de contrariarme, pues me ocurre que, con tal peso en el ánima, me cuesta conciliar el sueño y caer en las alas de Morfeo, más que en sus brazos.

– No tiene usted otro motivo de conversación – le pregunté.
– No es broma, señor, si así lo ha creído. Me encuentro en verdad en las últimas.
– Su voz, si no me equivoco, es la de un hombre todavía joven.
– Pues no lo soy, tengo mil años, aunque en mi carnet de identidad diga todo lo contrario. Pero si que estoy cansado, harto de vivir.
– Ya será menos, ¡hombre!, -le dije entonces algo preocupado, pues no en vano el tono de su voz se diluía como el azucarillo en el agua y el tono de su voz se iba apagando hasta hacerme notar la angustia en ella.
– Si usted pasara por mi situación no me diría tales palabras –dijo.
– ¿Qué le preocupa, que problema o problemas tiene?
– Ninguno que se pueda notar desde el exterior. Soy, contra lo que pueda haber creído, un hombre pudiente, de los que llaman hacendados, tengo mis propios negocios y todos ellos marchan bien, cuanto me ocurre hay que buscarlo dentro de mí.
– Pero, ¿qué puede ser eso? ¿Se lo ha preguntado?
– Si yo lo supiera pondría remedio inmediato. Es una angustia interior que no sé explicar, que carcome todas y cada una de mis defensas, sin dejarme apenas respirar. Llevó así, aunque le cueste creerlo, diez años, los últimos de mi vida y ya no puedo resistir más. Ha llegado el momento de suicidarme

Ante tamaña locura le corté. Tales palabras me chirriaron dentro como si fuera a mí a quien le estuvieran vaticinando la muerte próxima. Le dije que eso, lo que estaba proponiendo, no era de seres humanos sino de mentes enfermas.

– ¿Y qué cree usted que soy yo, si no eso mismo?
– Ha ido al médico, mejor, al psiquiatra.
– Si, a varios de estos últimos. Todos ellos me han dado la misma respuesta. Enfermedad neuronal que dicen que tengo y donde se me ha enquistado la angustia que le hablé y que me hace temblar durante muchas horas del día y todas las de la noche.
– Pero eso no es un diagnostico médico.
– Es la traducción que yo hago de lo que dicen que tengo.
– ¿Qué puedo yo hacer por usted?
– Nada, sino es escucharme estos minutos postreros, antes de que lleve a cabo mi determinación.
– ¿Y cuál es esa?
– Ya se lo he dicho. El suicidio.
– Por Dios, deje de una vez esa maldita cantinela. Es de locos, tarados mentales, usted no puede reaccionar igual.
– Y qué cree que soy, ¿un hombre cuerdo? No, soy alguien que ansia la muerte como liberación a la vida que tengo, mejor, que arrastro.
– Pero usted, me ha dicho, que tiene posibles y la cura a su mal, al menos así lo creo yo, es factible. Busque, no se acobarde.
– No, me llegó la hora.
– Si no es una broma que me anda gastando a estas altas horas de la noche, me gustaría saber su nombre y su domicilio, me dispongo a ir con usted para infundirle las fuerzas necesarias para arrojar de si todo cuanto le hace daño y enturbia su alma.
– Créame que se lo agradezco, pero me encuentro en el último capítulo, a solo unos pocos renglones de poner fin a la escritura de mi vida. No, no quiero molestarle, no quiero que venga hasta aquí y si pudiera, que la voluntad tampoco me llega para dar nada positivo, se lo agradecería de veras. Mi nombre si se lo daré, es, prácticamente ha sido, Fernando de los Ripios de Abajo.

Y en este punto acabó toda la conversación. Un instante después de colgar, instintivamente me echaba a reír, sin duda me acababan de tomar el pelo. Soy crédulo por naturaleza y no concibo al ser humano llevando a la práctica un suicidio y mucho menos que dé cuenta de él, al que descuelgue el teléfono marcado al azar y a la buena de Dios. Pero también, un instante después, de nuevo, he recordando la angustia de su voz la que me traspasó el alma, y supe que la amenaza era verídica y que la barbaridad que se proponía llevar a cabo sería un hecho, so pena que estuviera escuchando a un consumado actor, que no lo creí.
Toda la noche, rumiando aquella conversación, la pasé sin pegar ojo, si acaso, el cansancio me transportaba de cuando en vez a algo próximo a lo que quería ser un sueño, una duermevela sin sentido.
En la mañana, cansado, sin saber muy bien donde me encontraba, pues había madurado la conversación tantas veces hasta emborrachare de ella y confundirla como si estuviera resolviendo un complicado puzle, me levanté de la cama. Me decía, una y mil veces, que era la ingenuidad quien me asaltaba, la que me hacía creer en mi debilidad de humano no avezado a las complicaciones de la vida, tanto fue así que por un momento me responsabilicé del suicidio que no pude, pensé, evitar.
Más ¿fue suicidio, fue una guasa, una charada de mal gusto? Nunca, me dije entonces, nunca lo sabría. Este era mi pensamiento mientras me arreglaba para asistir al trabajo, culpándome de no saber cómo aventar de mí aquella nefasta conversación mantenida con un demente. Bajé andando las escaleras, desde un séptimo piso, sin que ni un ápice de la situación creada se fuera de mi cabeza, que en ella se revolvían mil augurios y ninguna terminaba bien, ni aún medio bien.
Abrí el portal, ya antes, en el rellano del segundo piso, oí gritos, una gran algarabía y confusión que parecía proceder de la misma puerta de entrada, un barullo nunca escuchado a aquellas tempranas horas del día. Salí, insólitamente había un centenar de personas reunidas, pregunté los motivos de la concentración al portero del edificio. Se asombró de que no me hubiera enterado de nada. Me respondió:

– ¡Cómo es posible que me haga tal pregunta! Es el dueño de la finca, quien ocupaba el ático entero, el mismo que se ha arrojado a la calle y acaban de llevársele en una ambulancia.

Y ante mi mirada de sorpresa que a buen seguro vio en mi cara continuó:

– Muerto, claro, pero nadie sabe las circunstancias que han concurrido para que se haya suicidado, si es que no le han arrojado desde esa altura y en vez de suicidio es un asesinato.
– ¿Sabe usted como se llamaba?
– Sí, como no, porque además de inquilino, ya le he dicho, era el dueño del inmueble. Como no. Respondía al nombre de don Fernando de los Ripios de Arriba. Yo fui el primero que se acercó a él, pues sentí el choque del cuerpo sobre el asfalto de la calle como si en verdad se hubiera desprendido la luna del cielo y hubiera impactado con tan fuerza sobre el suelo.

Me dijo también, respondiendo a mi pregunta al respecto que las últimas palabras que pronunció antes de expirar fueron algo así como:

– Nadie en esta vida supo ayudarme. He perdido toda esperanza.

Llegue tarde al trabajo y debo decir que por primera vez en el tiempo que llevo como auxiliar de farmacia he estado distraído, fuera de mis tareas de las que estoy encargado, pensando y murmurando tan extrañamente que, viéndome así, me han dado permiso para que vuelva a casa y en mi. He contado a mi jefa lo del Arriba y Abajo, que no he pegado ojo, ni un solo minuto seguido, durante todas y cada una de las horas de la noche.
No, en casa no estoy mejor que en el trabajo. No dejo de pensar en el hombre al que no supe ayudar y me remuerde la conciencia de no haber sabido darle una solución positiva para que continuara viviendo.

De tales hechos que acabo de escribir han pasado ya diez años, durante ellos no ha existido un solo instante, un momento de descanso para no pensar en mi desgraciada actuación con aquel hombre desesperado que llamó a mi teléfono en busca de ayuda, y al que no supe, ni tuve el valor suficiente para enfrentármele, hacer frente a su voluntad suicida hasta vencerle y hacerle desistir de su desafuero.
Ahora, diez años después, atosigado por todos aquellos hechos que viví hasta que literalmente me rompieron el alma, en modo alguno puedo con la carga de las remembranzas mal avenidas de aquel maldito teléfono que en mala hora sonó y le cogí.
He de confesar que a pesar de mis esfuerzos, tengo lapsus mentales, como si mi cerebro, las neuronas que allí existen, salieran de paseo y se olvidaran el deber de permanecer dentro de mí. Sin embargo, en este tiempo, es el tiempo feliz pues de nada me doy cuenta y las horas me pasan volando, en un suspiro. Cuando regresan, que se anuncian como las pistolas que apuntan a los que van a morir en el paredón, mi voluntad, si es que aún algo de ella existe, se resquebraja del todo y abro entonces la ventana de aquel sexto piso donde sigo viviendo solo, sin nadie a mi lado y miro obsesionado la profundidad hasta el suelo de la calle y no descarto que, en un futuro próximo, yo, como hace diez años hizo don Fernando de los Ripios de Abajo, como dijo o como me aseguró el portero, de los de Arriba, vuele hasta estrellarme en la misma acera donde él perdió la vida.
Acaban de dar las doce y sin darme cuenta, como si la voluntad que en mi radica fuera dispuesta por otro, he tomado el teléfono y he marcado un número al buen tun tun, a la buena de Dios. Ha sonado el timbre una vez, dos, hasta diez, después han descolgado y una voz lejana me han preguntado.

– ¿Quién llama a tales horas?
– Nadie, un alma en pena –he respondido.
– ¿Quién es, cual es su nombre?

Durante unos segundos que han parecido eternos, he dudado en dar mi nombre, he guardado un hermético silencio mientras oía nítidamente la respiración de quien mal me escuchaba al otro lado de la línea telefónica. No, no me he atrevido a dar mi nombre y he colgado con una sensación indescriptible de miedo. Apresuradamente he colgado el auricular pues me quemaba la mano como si fuera una tea ardiendo. Después, inmediatamente después, no sé muy bien por qué, me he sentido vencedor.
Claro que, ha sido la primera vez.

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