Mirando a la copa de aquel árbol, solo y perdido en la inmensidad del Parque del Retiro madrileño, mal supuso Arnaldo Baldeón de Otranto y Otamendi, joven abogado, que a punto estaba de perder el juicio, si ya éste no le había abandonado.

No sin sentir el escozor que producen las lágrimas que pugnaban ternes por brotarle de sus ojos, a punto de saltarse renuentes de las órbitas, razona el hombre de la forma siguiente:

– Si alguien mira a lo más alto de un árbol y en la misma copa divisa una niña jugando con una pantera, una de dos, o es que está soñando y aún no se ha despertado o por el contrario, las neuronas le fallan y ve o percibe fantasías imposibles.

Arnoldo, cuando tiene prisa y va al trabajo, rodea el parque para llegar rapìdo. Cuando como hoy va con tiempo, se solaza en el vericueto de sus calles y setos y admira y contempla con delectación cuantas sorpresas le regala el recinto. Todo aquello, hasta hoy, fue cuanto a él le atraía, a partir de hoy, tras divisar entre las ramas de aquel frondoso ciprés a la niña sentada en una rama mientras acaricia la cabeza de una pantera negra que descansa su fiera cabeza sobre las piernas estiradas de la muchacha.

Miró y remiró sorprendido, cerró los ojos una y otra vez, volvió al lugar tras haberlo abandonado, incrédulo de cuanto veía y al fin, sin saber muy bien que pensar y a que carta quedarse, si locura transitoria o perenne desvarío, se dijo que nada podía ser, sino un sueño mientras vagaba confundido por lugar tan maravilloso.

Después de tan inexplicable experiencia, llegó al trabajo así de desconcertado,  que nada en su interior le casaba, como si ante un enmarañado puzzle se encontrara y al que le faltaran algunas de las piezas que componían el corazón del panel, mientras le sobraban otras que se repetían de forma interminable en adornos inverosímiles y filigranas impresionantes.

Ambrosio Estoico de la Paramera, su compañero y vecino de mesa del despacho de abogados donde ambos trabajaban, cuando aún extraviado, ido y compungido le contó Arnoldo su experiencia, extraña siempre, no sabia muy bien si grata también, como en segundos pensaba cambiando raudo de parecer, lejos de echar más leña al fuego, que ya ardía por los cuatro costados, le vino a tranquilizar diciendo:

– Si tú así lo crees, cuanto has visto y acabas de contarme, así será. Si cuantos se acercan a contemplar lo que tu ves y ellos no llegan a divisarlo, será siempre su problema, nunca el tuyo. Tú, amigo Arnoldo, no lo tienes, lo que si posees es una envidiable capacidad  para ver el mundo a la medida que te exigen tus deseos y hace realidad tu imaginación. Todo lo demás, créeme, huelga.

Las palabras de Ambrosio fueron un lenitivo, un alivio para su ser alterado, fueron sedante y secante para sus nervios extrañamente perturbados. También el compañero, porque así se lo vino a manifestar, le recalcó que era una facultad que él solo poseía sobre el resto de los humanos y eso era tema privado y motivo de una inmensa felicidad que iría comprendiendo a medida que los años se sucedieran.

– Gracias Ambrosio -le dijo- me has venido a quitar un gran peso de encima y aún me has regalado un sueño que se hace realidad, ahora mismo, cuando aún tengo los ojos abiertos y llorosos, pues apenas si se, si alegrarme o no, que a tanto llega la bulla dentro de mi.

Aquella misma tarde, al salir del trabajo, los dos hombres, muchachos al cabo, juntos, Arnoldo y Ambrosio, se fueron a pasear al parque del Buen Retiro. Aquel enseñó a éste el ciprés donde en su copa vio en la mañana a la niña y a la pantera negra.

– Allí –dijo Arnoldo estirando el brazo y apuntando con su dedo índice a la última rama del ciprés frondoso – allí estaban los dos.

Entonces, cuando estas palabras pronunciara, tanto la niña como la fiera habían desaparecido, posiblemente tragados por la tarde que declinaba, acaso por la noche que se echaba encima. Reemprendieron la marcha pocos minutos después, hacia la glorieta del Ángel Caído, la única estatua que al parecer, glorifica al demonio entre parterres, plantas y flores. En el agua de la fuente metieron sus manos, con el agua jugaron a mojar a las golondrinas que inadvertidas, volando, venían ávidas a beber. Con el agua ellos mismos se mojaron, en la continuación de un pasatiempo que ya nunca tendría fin en sus existencias.

Pronto reanudaron el camino, de nuevo iban los dos juntos cuando, ¡ay admiración!, ¡ay sueño repetido!, sentada en aquel banco de madera, a la altura de sus manos extendidas, la niña y la pantera negra les miraban, mientras ellos, distraídos, miraban a las nubes que entonces poblaban el cielo, o se miraban ellos como si fuera la primera vez.

Arnoldo la vio primero, Ambrosio la admiró segundo. Niña Tecla la llamaron y Negro León pusieron por nombre a la pantera. Uno y otro, con la niña y la fiera se sentaron. El uno y el otro acariciaron el negro pelaje del animal y saludaron a Tecla. Esta abrió los ojos que parecía tener entornados y les saludo igualmente con una sonrisa, la mueca divina que solo un niño regala a sus mayores. Tecla les dijo sin palabras, pues apenas si levantó la voz, que era ciega, que cuantos componían su familia eran ciegos, ninguno había alcanzado la dicha de ver, pero que ello no era impedimento alguno para hablar con cuantas personas o animales se acercaran hasta allí, hasta ella.

– El leopardo me guía, es mi socorro –les dijo a modo de explicación, para que entendieran el porqué aquel animal apoyaba su negra cabezota sobre sus piernas estiradas y ella le acariciara posesiva y dichosa.

Inmediatamente después, casi a continuación, las manos de la niña buscaron sus caras, pues quería –dijo- reconocerles al igual que ellos con sus ojos lo habían hecho con ella. Así, mientras la luz de la tarde declinaba y apenas los objetos más próximos se distinguían, el uno y el otro, sin haberlo premeditado y posiblemente tampoco querido, se encontraron con sus manos respectivas en sus distintas caras y éstas, lejos de confundirse, de enmarañarse en explicaciones incoherentes, descubrieron el significado de encontrar la sensación querida lejos de la vista, dejando actuar tan solo a los sentidos.

Desde estos acontecimientos descritos, se prodigaron en visitas, en volver al parque una y otra vez, todos los días, todas las tardes y en todas ellas la niña y su guía fiero, les esperaban allí, en la copa del ciprés del Paseo del Duque Fernán González, en la cúspide de la acacia, en lo más alto del tejo, del olmo o del castaño de Indias, en el asiento de un banco, siempre, en el lugar o sitio más inesperado, que aún les divisaron navegando por las aguas procelosas del estanque, como si en un bote fueran por alta mar.

Se sucedieron, si, los días y pasaron las noches y aquellos dos muchachos, en todo momento, ya hombres, tímidos ambos, parcos los dos, retraídos siempre y serios, tanto en sus trabajos, como en el resto del tiempo, mudaron de golpe, cambiaron de súbito, se trocaron en dos seres tocados por la misma felicidad, aquella que emana de vivir complacidos,

Los otros compañeros del despacho, igualmente se complacieron en su alegría, pues al fin, decían, el uno en el otro habían encontrado su alma gemela. Todo, con levantar la vista a la esperanza, allí donde se escriben los sentimientos.

Y tanto fue así que Arnoldo y Ambrosio se fueron a vivir juntos, para no estar nunca separados, nunca, dijeron, ni un solo día, y tampoco un solo día faltaron a su cita con Tecla y Negro León. Hasta aquel día que, ya mayores, que habían pasado muchos años en menos tiempo que se tarda en contarlo,  igualmente juntos, decidieron llevárselos a casa.

Y allí están, junto a la chimenea, cuando no subidos en ella, en el sillón y los dos sonríen, y los dos recuerdan el Retiro, el parque madrileño, sus calles, sus setos pintados, sus árboles multicolores, su encanto y misterio, allí donde crecieron, y solo dos personas, dos muchachos, Arnoldo y Ambrosio, les vieron igualmente crecer o desvanecerse, según la hora, que no el día, según la luz, que no la oscuridad.

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