Los pájaros que siempre tuvo en la cabeza don Romualdo Lequerica de la Esperanza, prócer del lugar, le hicieron decir primero y escribir después, en un testamento en el que se especificaba, ce por be, sus voluntades, que allí donde le cogiera el repente, sin distinguir lugar, próximo o alejado, cama o descampado, por mucho que no pareciera el sitio apropiado, allí mismo se levantaría su tumba.
Como don Romualdo era complejo de ideas, además de carácter, que todo en su demostrada bondad partía de una voluntad indomable, que era hombre muy suyo, ordenó que sobre el mármol de su tumba se elevara una torre con forma de lanza, que a chicos y grandes, espabilados o no, recordara que su espíritu, al igual que las flecha que dispara el arco celestial, iba en busca de la gloria.
Escribió también que todo en derredor de la tumba se plantara un jardín, que preservase su continuidad de dislocados, esos locos que abundan por el mundo, sin tino ni razón. A ser posible, pedía, que los rosales dieran rosas rojas.
Toda esta parafernalia daría lugar a una plaza y una vez delimitado el círculo, no menor que el ojo de la luna llena, se construirían edificios singulares. Así un ayuntamiento, pues no había ninguna duda que se estaban dando los primeros pasos para lo que sería un pueblo. También un juzgado, una casa de salud y una panadería para cuantas personas que vivieran en él nunca en la vida pudieran pasar hambre.
Don Romualdo puso toda su fortuna al servicio de tales ideas y al frente de ellas colocó, no fiándose del recto proceder de un solo hombre, a una institución formada por el mismo número de hombres y mujeres que, voluntariamente, habían desertado de las miserias de la vida.
Y dicho y hecho. Firmado hoy el testamento por la mañana, salió en la tarde a pasear a caballo. Llevó a cabo el paseo por una explanada árida donde sólo los escorpiones se atrevían a habitarla. Y allí, sin ton ni son, sin venir a cuento, se derrumbó el caballero de la montura y se quedó muerto sobre la arena de aquel desierto en ciernes.
Solo porque el caballo volvió a su cuadra y porque el pobre animal supo traducir los interrogatorios a los que fue sometido encontraron al caído. De bruces, besaba el lugar donde habría de erigirse su túmulo.
Y sin moverle un ápice del sitio donde yacía, las piquetas hundieron sus ferocidades en la tierra hasta excavar un nicho. Y sobre el nicho los mármoles de una tumba y sobre la tumba una torre en forma de flecha y todo alrededor se plantaron rosales de rosas rojas, allí, en este lugar donde parecía imposible que nada pudiera nacer de aquel secarral, surgió un vergel.
Y con el tiempo las muchas casas edificadas convirtieron el lugar en plaza y desde ella se irradiaron las calles y de ellas surgió un pueblo que se llamó…
– ¿Cómo se llamó el pueblo?
– Mire usted, es un pueblo sin nombre, que nadie se acordó de llamar a la plaza y menos a sus calles y por ende al pueblo.
Así hasta el día en el que don Romualdo, previsor, veinte años después de su muerte, permitió abrir la addenda que había acompañado a su testamento. Allí, los habitantes de este pueblo no bautizado, pudieron oír las últimas de las recriminaciones del prócer. Decía así el agregado:
“Conociendo la incuria de los hombres, porque yo también fui uno de ellos, nada me extrañaría que, después de veinte años muerto, no hayáis tenido tiempo de haber tomado la primera e las resoluciones que os caben, poner nombre al lugar. Si así fuera y así loo creo, ha llegado el momento del bautismo. Ponerle de nombre el que yo di a mi caballo: Esperanza”.
Comments by José Luis Martín