Nadie creyó a Cristino, al fin, no dejaba de ser un joven soñador cuyas apreciaciones de la realidad podrían variar tanto que se distanciaran, cuando no se apartaran, completamente de ella.
El muchacho, a cuantos le preguntaban, como previamente había declarado ante la autoridad, se afirmaba en el suicidio que había presenciado, de cómo aquel hombre, ya anciano, se había lanzado al vacio con el propósito, sin duda premeditado, de matarse.

– Si no, ¿me quieren decir ustedes que le impulsó para saltar los cientos de metros de desnivel que tiene el acantilado? Ni que se creyera un pájaro. Yo no puedo decir otra cosa que aquello que vi. Un hombre sentado en una piedra, al borde del precipicio, mirando el mar o eso al menos creí yo que hacía cuando le vi, que se levanta de repente y corre y se lanza al vacio como si la misma locura le hubiera confundido la vida en aquel crítico instante.
– Dijo algo que pudiera escuchar –preguntó uno de los curiosos que le inquirían.
– Absolutamente nada. Hizo mutis y creo que tampoco me miró, posiblemente no se diera cuenta en ningún momento de mi presencia.
– ¿Qué hiciste entonces?
– Baje el talud, muy despacio, para ver si en algo le podía ayudar. Estaba cabeza abajo, como clavado en la húmeda arena de la playa. Sin moverle, le tomé el pulso de su mano derecha con la intranquilidad que produce, como bien pueden suponer, caso tan trágico y funesto, y nada note que pudiera confundirse con un latido. Entonces, fui corriendo, no sin antes destaparle la boca y la nariz de la arena que le cubría, ciertamente asustado, a denunciar el caso.

Don Baldomero de la Calle, el muerto por suicidio, como tajantemente afirmaba Cristino y no había razón de peso para no creerle, era hombre muy considerado por todos cuantos allí en su pueblo le conocían, que estaban al tanto de sus ecuanimidades como persona, de hombre de bien y en todo momento honrado y tan cercano al prójimo que más parecía un padre que un vecino, de ahí que se les hiciera difícil creer que de esta forma tan irracional se hubiera quitado la vida.
Tampoco el médico que reconoció su cadáver y atestiguó su muerte se atrevió a diagnosticar como la causa de ella el duro como incomprensible suicidio y si, afirmó, como consecuencia de una caída fortuita con resultado de muerte.
Los hijos y la mujer de don Baldomero, maestro titulado y tan querido por la población de Coscojal de los Desamparados, donde se había producido el suceso, confundidos, pues ninguno de ellos esperaba de su progenitor y marido una reacción tan negativa, calificaron al testigo de embustero y tornadizo, basándose en algunas actuaciones anteriores no precisamente serias del vidente cuando niño. Ellos, estos familiares directos, más que ninguno de cuantos afirmaban lo contrario, parece lógico y es del todo natural, conociendo la debilidad humana, desacreditaron las conclusiones a las que había llegado el muchacho loco, como le calificaron, un chiflado que ignoraban lo que pretendía con semejante denuncia o acusación, si no era vengarse en la persona que fuera su maestro y no precisamente él, discípulo amado.
Pues de este modo, entre el estupor de Cristino que no alcanzaba a comprender que no fuera creído y la tristeza general, se dio sepultura al cuerpo del maestro jubilado. Tristeza que se hacía más patente en el hogar de don Baldomero, como era natural, sin que los días que pasaban, en modo alguno vinieran a mitigar las lacerantes muestras de dolor que les embargaban.
La mujer, doña Florinda, a sus hijos sin embargo les consolaba manteniéndose ella firme y temiendo grandemente por la debilidad que flagelaba la resistencia anímica de los muchachos.

– Hay que afrontar la situación con mejor ánimo. Él ya no está aquí para ello –les decía- todo ha sucedido y ya no tiene remedio. Debemos, también él nos lo pediría, que seamos fuertes, que afrontemos con entereza la nueva situación, esta adversidad que el destino nos ha deparado cuando estábamos muy lejos de pensar en ella o en cosa semejante.

Así, con la firmeza de carácter demostrado por doña Florinda, iban pasando los días. En este tiempo, tal como la madre les había pedido, los muchachos, sacando fuerzas de flaqueza, se opusieron a la adversidad con tan determinación que fueron alabados por cuantas personas eran conocidos. Sin embargo, su madre, incomprensiblemente, de manera anormal, haciendo trizas su discurso, fue invadida por el más cruel del desaliento y así una y otra vez era sorprendida, por todos y cada uno de los rincones de la casa, llorando con el silencio más doloroso, lagrimas que la resbalaban hasta la comisura de los labios marchitos.
El mayor de los hijos, la preguntó consternado:

– ¡Madre! ¿Cómo es posible que nosotros hayamos cumplido con lo que tan insistentemente nos pedias durante todos estos dolorosos días, para ser ahora tú quien ha mudado y se ha convertido en la persona que más necesita de ayuda.

Quiso doña Florinda negar la evidencia con palabras entrecortadas y sin mayor sentido o fundamento, que más le delataban que la justificaban, que sus llantos desmentían cuanto ella venía a decir para justificar que la hubieran cogido en aquella situación.
Pasaron algunos meses más y pillada una y otra vez con la pupila encendida y las lágrimas resbalándola por la cara, no pudiendo más con el secreto que la corroía les vino a confesar tan dolorosa como incomprensible noticia:

– Hijos míos, debo de advertir, sea ello lo primero y en arrepentimiento por mi silencio que ha producido un daño no esperado…, que lo dicho por el muchacho que vio a vuestro padre antes de precipitarse por el talud de muerte responde enteramente a la verdad. Pero ello, lejos de ser un agravante debo de deciros que para mí es todo lo contrario. Espero, una vez leída la carta que me ha dejado, que vosotros penséis igual que yo. Vuestro padre, siempre generoso, nos deja, con su desaparición de la faz de este mundo, la respuesta que se espera de un espíritu valiente.
– ¡Por favor, mama, podrías explicarte mejor, no entendemos nada! – y en diciendo esto miraba el muchacho a su hermana igualmente confundida, sentada a su lado.
– Si, por supuesto –respondió esta. Hace unos días, más de los que quisiera recordar, y de ahí mi pena y mis llantos, he encontrado la carta previamente escrita por vuestro padre, en ella, aquí está y la podéis leer, por más que expresamente me dice que no os haga participes de ella. Más creo que así comprenderéis mejor su decisión, pues es, en definitiva, una manifestación de todo el amor que nos guarda, tanto a vosotros como a mí.
– Lee pues sin mayores preámbulos.

La carta era apenas la cara de una cuartilla. Estaba escrita a mano, con renglones torcidos, con letra que se adivinaba aquella que fuera de su padre y marido y que ahora se notaba un punto de nerviosismo e inseguridad. Iba dirigida a su mujer y decía así:

Leyó doña Florinda:

– “Amada Flor: Justifica mi muerte como una mera desgracia ante nuestros queridos hijos. Créeme que no alcanzó a saber de otra mejor y más certera resolución. A ti te digo que voluntariamente me voy de este mundo, exclusivamente por el miedo cerval que me produce lo que paso a contarte y que he sentido en varias ocasiones, sin venir a cuento y sin justificación alguna. Debe ser locura, esta enajenación ronda mi cabeza, el demonio sin duda ha intentado prevalecer sobre mi voluntad cuando con saña me dictaba, cada vez que en la mesa, mientras comíamos, en el momento de tomar el cuchillo para partir el pan o la carne, un deseo irresistible que me hacía mirar las gargantas, tanto la tuya como la de nuestros queridos hijos, para clavaros tan cruel utensilio.
Si como creo la locura al fin pudiera del todo invadirme y cometer esta atrocidad, cuando cuerdo tan lejos de mí está acto tan atroz, voluntariamente, antes de cometer un crimen tan nefando, horripilante, tamaña monstruosidad, voluntariamente me voy de este mundo.
Esta misma mañana, con todo el dolor de mi corazón por el dañó que sé que os voy a infligir, pero sabiendo que debo de hacer tal cosa para salvaguardar vuestra existencia, me dejaré caer por el acantilado y de esta forma poder poner fin a la situación que me abruma.
Vuelvo a decirte que es la única forma que se me ocurre para enfrentarme al mal que me atosiga y sin que ninguno de vosotros lo reciba.
Guárdame el secreto, quiero que me recuerden como fui, Esta es la primitiva resolución que tengo para resolver el dilema, me hubiera gustado cualquier otra que no os hiciera sufrir.
Te quiero. Baldomero”.

No guardó el secreto la afligida mujer. Pesaba enormemente cuanto decía y encerraba la misiva. Es por ello que, aquellos renglones quedaron para siempre en su memoria y la materialidad de la carta, aquella del hombre que tanto la amó, machacado por su vejez, muriera igualmente pegada al corazón de doña Florinda, pues nunca se separó de ella y del silencio de sus hijos, a los que miraba con ansía de que hubieran comprendido, el hondo sacrificio que se impuso su padre para no herirlos.

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