A un fotógrafo sin tiempo o corriendo en pos de él, a quien colgado de sus máquinas o ahogado bajo ellas, trota y se desboca tras una foto única; a quien tantas veces nadie le cobija sino otra cosa que la paciencia y el mal tiempo, al que tiene habituadas sus carnes de trotamundos, se ha dado en llamar “paparazzi”; palabra ésta fonéticamente hermosa, luminosa y grande y redonda, sacada sin duda del cacumen del mejor Fellini, igualmente grande en su “dolce vita”.

Es posible que, con un ajetreo por aquí, un olvido por allá, “paparazzi” comience su evolución hacia el diccionario de la R. A. E y aquí paz y allí gloria; más pasemos a lo que estamos. “Paparazzi” comienza siendo una necesidad y termina convirtiéndose en un estorbo, en el mejor de los casos. Y me explico:

El que emprende carrera de famoso -por más que en estos postreros tiempos cualquiera vale sin ningún bagaje o condición- comienza apoyándose en el socorrido y bienamado fotógrafo. Obviamente estoy hablando de famosos de pacotilla, los de papel couché, estos que resplandecen en los lugares comunes, donde el mundo se da cita entre estruendos de ruidos y destierros de soledades donde el cacumen, esta vez negativamente, se ve enterrado bajo la pesada losa del inmenso griterío.

Pues bien, en este floreciente negocio hay que compartir liviandades sin cuento, bocadillos de madrugada, amores al fin de tres al cuarto, con quien te tiene en la punta de su cámara -léase objetivo- y puede llevarte al papelín semanal del cuore. Así nos ha sido dado contemplar, que uno mal que le pese no se sale del gremio, grandes amistades llenas de negros arcanos que han germinado en lustrosos frutos por el simple hecho del reparto no siempre equitativo de intereses. Y así, de casi nada por parte de casi todos, se llegó a la luna llena por el arte inexplicable del birlibirloque pues todo el mundo sabe que una fotografía a tiempo vale más que mil palabras a destiempo y realiza el milagro inverosímil, al que harto más difícil llega el plumilla, por muy afilada que éste sea y bien entintada en el Real del mundillo al que nos referimos.

Ahora bien, encumbrado neófito, de poco se quiere a un objetivo que graba inmisericorde nuestros más recónditos secretos, descubriéndonos debilidades escondidas y subterfugios encerrados.

Va de retro, Satanás, ¿Quién quiere a un “paparazzi” en su vida si su vida, a costa de Juan Pandero, la hemos resuelto? Testigos de vista cuantos más lejos mejor y si te he visto no me acuerdo, que los amigos cambian y aquella instantánea me ha permitido ponerme en el lugar que me corresponde que naturalmente, está muy por encima del estatus social que se le asigna al pobre fotógrafo.

En cuanto se ahorran tres euros, tristes pesetas de la fama, uno se compra unas verjas hasta el cielo y preserva la intimidad de moscardones indeseados, cuando no, así nos lo han demostrado en los últimos tiempos las paredes pintarrajeadas por brochas infamantes, verdaderos asesinos que no se paran en barras para obtener una exclusiva.

Quienes estuvimos en el antes y en el después, algo separados y escépticos sin duda, la condición humana nos produce alguna risa, aunque esta, tenemos que reconocerlo, sea a media esta. Por supuesto que estamos a favor de la intimidad, de la privacidad, pero no nos hagan comulgar con ruedas de molino condenando a unos profesionales de la fotografía, las mismas que tomamos todos los días, todas las semanas con el desayuno, que lo único que hacen es cumplir con su obligación, el deber y el derecho de fotografiar a personas públicas, en lugares comunes, como consecuencia de una notoriedad que ellos, y sólo ellos, se fraguaron con sus desmedidos deseos de notoriedad, sin mayores fundamentos.

Quien huye de la soledad de crear es muy dueño de toparse con el ruido que hace el mundo, de aquí en adelante sólo hay que aguantarse con la elección equivocada.

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