Paquito Cebolla, de niño, era tan guapo y tan delicadamente fino que todo el mundo, hombres incluidos, le acariciaban el ánima.

– ¡Paquito, hijo, qué guapo eres!

De la repetición y de las formas tiernas y suaves del muchacho inclinaron al mundo en general a llamarle Currusquito. Claro es que el Currusco no dejaba que nadie le llamara así, que él, a mayor gloria, se decía solo Curro y como músico que pensaba ser Paquito.

Su gran afición, que iría demostrando a lo largo de los tiempos venideros fue la música en sus variadas y plurales vertientes. Que tanto llegó a dominar la de cámara como la folklórica, tanto aquella que movía al espíritu a logros imposible, como volteaba las piernas y los brazos para convertir en jarana y francachela el momento y el lugar.

Currusquito creció y se hizo en Coscojal de los Desamparados. Era el joven de padre con comercio ambulante, pues hoy plantaba la carpa aquí, el tenderete o mostrador al cabo, debajo del naranjo de la Plaza Mayor, que mañana lo hacía al lado mismo de la fuente de la Viñuela, por donde pasaban muchos de los que habían echado el día a recorrer los montes de Gredos y contemplar los pinos albares y las últimas cabras montesas, si es que, por casualidad, teñían la suerte de toparse con alguna de ellas.

Su madre, ama de casa, igualmente ambulante, tras el comercio de baratijas de su marido, le indujo a su afición musical, pues no en vano, le silbaba cuando quería llamarle o le tocaba las palmas para advertirle, de los halagos que supone el aplauso o la distracción por los mismos. Todo, se entienda bien, porque era la mujer muda, muda y sin embargo expresiva, con ojos de relámpago en la noche oscura y sonrisa alargada y triste, a cualquier hora del día.

Currusquito creció entre las cacerolas de su padre, sartenes, platos y demás andamiajes de cocina y ellos, sus inevitables ruidos de los unos al chocar contra los otros, los fue debidamente acoplando para sus composiciones musicales, hasta convertirse, al menos algunos allí en Coscojal lo afirmaban, en un virtuoso diletante.

Ya en los prolegómenos, vislumbres del ser adulto, se decidió, como instrumento musical favorito a su complacencia, por una sartén de amplia circunferencia y profundidad, que debidamente pegada a su inexistente barriga, y sostenida por el cinto que bien le apretaba la cintura y donde había anclado el mango, la tocaba cual zambomba con cuchara y tenedor, lo tundía con denuedo y dedicación, con tal hondura y sentimiento, que si bien sus primeros pinitos los hizo en su pueblo, por Nochebuena, Navidad y Reyes, el éxito le condujo a tocar sin mengua en los Carnavales, el día de los Zarramaches y demás fiestas de guardar y celebrar.

Y si bien en tales días y acontecimientos el tambor de hojalata se impuso por su recio y preclaro sonar, sonar a cuartel de reclutas en Cuaresma, que ya no se hacía Coscojal a tales fiestas sin tan horrísonos sonidos, que terminó por salir en procesión y actos solemnes, como entierros de finados ilustres de la villa, con tal  de que, la percusión de la cuchara y el tenedor sobre el metal de la sartén, fuera moderado y en ocasiones tan lastimero que movía a compasión, al decir de quienes le oían con demostrado alborozo.

Don Facundo, que inquirió a Paquito Sartenes por el nombre de la música que en tales momentos le inspiraba, de este recibió la contestación contundente y categórica:

– De haber escuchado usted alguna vez a Claude Debussy, nunca me hubiera formulado usted tal pregunta.

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