De Protasio Casindón de la Buena Mesa, decían cuantos médicos le habían atendido que moriría inmerso en su gordura y al tiempo, sumido en sus reiteradas faltas de distracción.

Nada, desde la cama donde mataba las horas, absolutamente nada ocupaba su mente. Y cuando sus pensamientos le afloraban, eran igual y rápidamente ahogados en su exceso de humanidad.

Cúspide de Casindón, su esposa, viéndole vivir sin vivir en él, encarecidamente rogó a todos los santos por la curación de Protasio, un Protasio hecho carne en medio de las sábanas, metido en el hondón de la cama.

Empero, encontró pronta respuesta doña Cúspide en la persona de sor Virginia de las Apariciones, una monja que, angustiada por la angustia vista, sin saber como encontrar una forma ayudarla, se ofreció, no obstante, como remedio.

En la primera visita que hizo al enfermo, la monja se arrodillo junto a la cama donde Protasio respiraba. Apoyó los codos sobre la colcha roja y acto seguido se recogió en lo que parecía ser un profundo éxtasis.

Cinco minutos después y durante algunas horas, días acaso, aquel hombre, medio ahogado en su pereza y en sus abundantes carnes, resucitó como si sobre él se hubiera obrado un milagro.

Por siete ocasiones más, sor Virginia de las Apariciones impuso sobre el cuerpo del enfermo impío, sus manos. Siete veces en las que, el aspirante a muerto, volvió a la vida.

 

– ¡Oiga! ¿Y eso no es pecado?

– Si se hace por amor a Dios, no.

 

                                                      

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