Vino Isidongo a Madrid a comprar una pluma de plumín de oro, que así de importante y trascendente era lo que pensaba escribir con ella, claro que, llevado por la prisa, no exenta de natural impaciencia debido a su juventud, se precipitó dentro de la tienda, nada mas abrir la puerta y poner un pie en su interior, que estaban las baldosas como las patenas de limpias. Así, de tal guisa, el bueno de Isidongo Domíng irrumpió con estrépito dando con sus huesos en tierra, vamos, sobre las baldosas descritas, recién empercudidas.
Dijo entonces, al tiempo de querer incorporarse sin conseguirlo:
– ¡Caída más tonta, nunca!, ahora bien, creo que me he descascarillado.
La dependienta, joven también, apenas si entendió el palabro, por más que sí la expresión de dolor, que a la vista de los jeribeques que con la cara y los ojos hacia el maltrecho caído, presta se apresuró a ayudarle pues intentó incorporarle, consiguiéndolo a medias que, por la mitad del impulso iba cuando éste volvió a exclamar:
– Me he escogorciado, ¡si, señor! de lo más severo que uno puede sufrir en una caída, que lo mismo te puedes tronchar el espinazo como dislocarte el esternocleidomastoideo, que, por lo que me malicio, y espero confundirme, me espera, de aquí en adelante y durante una larga temporada, una silla de ruedas.
Hay que repetir que era Isidongo joven, de parecida edad de la dependienta por lo que, aún inmerso en el dolor, mirándola de abajo a arriba, cuando trataba de ponerse en pie, vino a decirla un cumplido, sin siquiera mudar la cara compungida que se le había puesto. Dijo:
– De haberlo sabido, que tú, aquí me esperabas, hace tiempo que me hubiera dado la “costalá”
Asolita Abalorio, que era el nombre de la dependienta, alcanzó a decir, sin soltarle de donde le tenía cogido:
– ¡Jesús!, señor, que susto me ha dado.
– ¡Muchacha!, aquí me acabo de dejar media vida, al menos aquella que se vive por encima del ombligo, todo ellos suponiendo que yo, de aquí en adelante, me espera un mundo visto desde la altura de una silla de ruedas ¿y a ti solo se te ocurre eso?
Reclinaba transido Isidongo su cabeza sobre el turgente pecho de la no menos acongojada Asolita, que viéndole como amenazaba con el desmayo en tal posición, que así lo dejaba entrever en los caídos párpados que como losas le cerraban los ojos, no tuvo otra ocurrencia que sopapearle el carrillo con la mano libre, pero viendo que tampoco así reaccionaba, le besó en la boca con tanta fuerza, denuedo y dedicación que, el ahora tullido, reaccionó, aunque errático y confundido diciendo:
– No me quieras tanto, mi amor, que yo ahora solito lloro sin que a ello se me invite.
Asolita, recuperando la respiración, que se había dado como enfermera eficiente, respondió:
– No es castigo, es conveniencia, cuando no necesidad. Que en situaciones iguales o parecidas, perder el conocimiento puede ser mortal para el caído de aquí que yo, más que bofetadas de admonición con la palma de la mano, me viera en la necesidad de hacerle reaccionar con un beso.
– Me dejas, si he de decirte la verdad, con un sabor agridulce en la boca, pues no se si quedarme con las bofetadas primeras o con el beso de después. El desprecio de los sopapos o el aprecio de la caricia. Pero tanto lo uno como lo otro me hacen soñar con el Edén que alcanzaría, poder disfrutar de tus besos, no siendo la piel de mi cara yunque de herrero sino reliquia de santo.
En tales dimes y diretes estaban cuando apareció doña Flor Inda la Ancha, por su apellido que no por sus formas y maneras, que era delgada como bisturí de cirujano “esteticién” y tan buido y cortante como él, que al cabo era la dueña, de aquí que apareciera a media mañana.
– ¿Qué es lo que está pasando aquí?–preguntó. Hasta que punto puedo permitir en mi tienda tales demostraciones de amores impúdicos. ¿Quién de los dos me va a dar una explicación plausible y satisfactoria?
Respondió la joven dependienta diciendo:
– El señor, que ha resbalado sobre las losas recién bruñidas por mi y ha dicho. ¿qué es lo que ha dicho?
– Que me he desvirtuado el cóccix –intervino Isidongo, ahora más calmado y comedido.
– Y por eso la estrechas entre tus brazos hasta hacerme pensar que habéis convertido mi tienda respetable en un lupanar obsceno.
– La culpa –dijo Isidongo- la tienen las pulidas losas y los mejunjes que sobre ellas echan para que resplandezcan. ¡A quién se le ocurre fidelizar al cliente de manera tan torpe como es ponerle en peligro de averiarle una pierna, cuando no el mismo alma!
Y doña Flor Inda la Ancha, de aquellas simples palabras dedujo cuanto se la podía venir encima por el accidente sufrido dentro de su tienda y como al tiempo, sutil, buscando relanzar el negocio en aquel instante estancado, dedujo que, “aquel patán de mierda”, antes que le interpusiera denuncia en juzgado ajeno, lo mejor era alumbrarle el futuro, aparte que no era mal parecido y decía cosas que podrían traducirse en interesantes, por lo que no era descabellado ponerle a la par con Asolita.
Por eso dijo:
– Nada hay en el mundo que no tenga su debida componenda. Al mal inflingido la venda que le cure. Tú, como te llames, jorobado, tienes desde este instante plaza aquí de dependiente y tú, Asolita, pagarás tu culpa con la dedicación que precise hasta su restablecimiento. Y quien sabe si, con el tiempo, tendrás que pagar con un matrimonio de conveniencia tu inadvertencia de bruñir los suelos, sin asumir que podría ser mortal para el cliente inadvertido.
Y sí, se casaron Isidongo y Asolita, con la complacencia de doña Flor Inda, que, durante mucho tiempo después, se jactó de haber matado dos pájaros de un tiro con su determinación florida, como calificó su decisión, de haber unido en matrimonio a dos seres que, sin duda, habían nacido el uno para el otro.
Y allí anda en matrimonio Isidongo, en silla de ruedas, sin nada haberle importado haber salido del trance aliquebrado, con la inestimable ayuda que le prestan en todo momento los amados brazos de Asolita que, por primera vez en su vida, decía haber vencido la soledad que anidaba en el silencio de su corazón.
Por su parte, Isidongo, al fin pudo alcanzar su sueño, ese que le imploraba, desde lo más hondo de su ser, comprar plumín con el que escribir sus aventuras, poder, en todo momento, apartarse del mundo cotidiano y mojar, en la tinta donde se fragua el amor, las más divertidas ocurrencias, las más interesantes versiones de quienes sueñan en la noche con felices resultados que le satisfagan a lo largo, no ya del día siguiente, también en el computo de una vida.
Otro tanto, hay que decirlo, le ocurría a Asolinga, que gustosa se aprestaba a los sueños hechos realidad de su maltrecho marido. Aquel que cayó del cielo, sobre las bruñidas baldosas que acababa de adecentar y que con tanta diligencia le enseñó los sueños penígeros.
Así que, algún beso se robaban, aún en presencia de doña Flor Inda a la que, inconscientemente, se le advertían en sus ojos, la envidia que de ellos se desprendían, por más que la acción fuera calificada por la dueña de la tienda de acto impúdico, sino deleznable y burdo y siempre, a los ojos de todos y cualesquiera espectador inadvertido, sicalípticos.
Comments by José Luis Martín