Se me hace difícil pensar que alguien, quien sea, pueda basar su mundana complacencia en esta vida, en la conservación de un bigote, por más que sea delicado, cuando no magnifico, y aún soberbio, que el nombrado mostacho pueda ser.
Justiniano Preboste, recién cumplidos los 14 años, se dejó bozo. Quiero decir un facsímil de cuanto con el tiempo llegaría a ser. Preboste, por aquellas fechas, decía de él, y de su apéndice piloso, que para ser distinguido en la vida, no bastaba con ser hijo del primer chofer que hizo la ruta desde su pueblo a la capital, no bastaba. “Que quien quiera sobresalir –decía- debe de ser por algo más”. Sin duda estaba lleno de razón.
Con el tiempo, el hijo sustituyó al padre y Justiniano, ya bigotudo, con las guías apuntando al cielo, cual rrecordara que lo hizo el insuperable pintor Dalí, se pasaba no menos de dos horas recién levantado, atusándose la cerda, que no le bastaba el cuidado que le prestaba mal durmiendo en una silla para no estropear su forma y tamaño.
La razón de la pose aristocrática, que de esta forma lo llamaba Justiniano, sin duda era consecuencia, así al menos le fue reconocido por todos los del lugar, como descendiente de un reconocido cocinero del marqués del lugar, su abuelo, hombre éste de gran predicamento en las cocinas que alcanzó a publicar un opúsculo con 27 recetas, variadas todas ellas, para mejor cocinar y desentrañar los intríngulis que presenta, ¡bocato di cardenale!, un par de huevos fritos.
Su nieto, empero, sin una perra, que así fue de austero su abuelo en recordarle en un testamento inexistente, por conocer los tejemanejes de la conducción, que su ascendiente ya bajaba del ducado al pueblo en coche particular, tuvo a bien suceder a su padre en el oficio y profesión de chofer de la línea de autobuses referida. Como era un hecho que de aquel a su padre y a él, habían descendido en la escala social, capidisminuido lo decía así Justiniano, en su soberbia, no tuvo otra cosa que hacer, nada mejor se le ocurrió que dejarse bigote para achantar a todos cuantos se le opusieran de frente.
Así lo expresó en alguna ocasión el mismo, dando pábulo al pregonero, por lo que, los que más cerca tenia, más se reían de él y quienes sólo le conocían de vista, aseguraban contritos que nunca se hubieran esperado de un ser normal, tantas muestras de falso orgullo, cuando no tonterías y bobadas sin par.
Como Justiniano pretendía estar por encima del género humano, del que se veía rodeado, despreciaba a los viajeros usuarios de de su autobús, a cuantos llevados por la necesidad tenían que hacer uso de él. Así pasaron los años hasta que fueron proliferando los turismos, coches particulares y su oficio, digno sin duda, al que él solito maleaba, ya mirando con rencor a aquellos que antes viajaban en su coche y ahora lo hacían en el propio.
Estas fueron algunas de las causas, los detonantes para que Justiniano Preboste, aquella mañana, mientras inopinadamente como absurdamente pretendía continuar con la inveterada costumbre de untar de miel y jabón seco, sus kilométricos mostachos rubios, al no encontrarlos se le incendió el meollo de la sensatez y abdicando de facto de tanta inútil soberbia, rectificó por humildad.
La causa última fue, así lo confesó sentado como estaba en la silla de ruedas de su invalidez recién adquirida, consecuencia de un aciago día en el que sufrió el choque frontal con un desequilibrado en dirección contraria y por tanto prohibida que mal pudo costarle la vida, pues su autobús se despeño barranco abajo hasta alcanzar el freno del río. Lo paradójico de tal circunstancia se dio cuando, quien le salvó la vida, pues aprisionado como estaba hubiera fenecido quemado por las llamas que salían del motor, fue aquella misma persona que, ante tanta dificultad como representaba, era cojo, subir los peldaños del autobús, lejos de ayudarle, le suscitó una sonrisa irónica y algo despreciativa.
Las llamas en tal accidente le abrasaron el bigote y la mitad de su cara, pero el hombre cojo pudo arrastrarle fuera de la cabina y meterle, no sin dificultad, la cabeza en el agua, que toda ella estaba envuelta en llamas.
La secuela final fue una amplia cicatriz cubriendo media cara por lo que, se vio impelido a abjurar del bigote y al tiempo de la soberbia que le había representado y que le había impedido entrar en un mundo hasta entonces desconocido para él y en el que la humanidad, con los pobres y los impedidos, estaba a la orden del día.
P.D.- Cuando Justiniano Preboste leyó lo que antecede, lejos de enfadarse por descubrir alguna de sus más recónditas interioridades, aquellas menos edificantes sin duda, no sólo reconoció el hecho, también pidió perdón-urbi et orbi- por todos los pecados cometidos hasta el momento.
Comments by José Luis Martín