Sisenando, contra lo que se pudiera creer, es un tipo duro. Está hecho, le gusta decir, de energía y reciedumbre y todo él, adornado de gimnasio caro, donde se pule la técnica, se depura el nervio y se platea el músculo.

Hace algún tiempo. No se sabe muy bien que es lo que le ha podido pasar, la moderación, de la que siempre había hecho gala, se le agrió. Fue como, si de repente, el zumo de la naranja mañanera lo hubiera trocado por otro de limón, vista las excelencias de este.

El mal humor, a pesar de todo, no era el rasgo visible en sus convivencias, tanto vecinales como con sus conocidos. Principalmente tenía lugar en su casa, allí donde más le es exigible la moderación. Siempre contra su mujer y sus dos hijas.

– Sisenando es un hombre con mucho temple, por eso sorprende lo que usted me está contando –le contestó la autoridad del lugar a su mujer, que cansada de sus malos humores había ido, más que a denunciar una causa, a pedir ayuda para ver si el carácter le cambiaba tras alguna recomendación puntual y a tiempo de la autoridad.

No hubo caso, siguió el hombre en sus despropósitos hasta conseguir que, sus dos hijas, María Patricia y Sonsolines, en edad temprana para los tiempos que corren, abandonaran la casa paterna.

– ¡Sabéis –le reconvino la madre, viéndolas marchar, desde la puerta misma de su casa- que me dejáis sola con él y que, tal cual se está comportando últimamente, mal espero, para mi desgracia, alguna salida de tono de vuestro padre que sea noticia de periódico!

Las hijas comprendieron la súplica, más a pesar de ello alegaron que, de otra forma, lo que su madre alejaba en el tiempo para convertirlo en una realidad futura, si se quedaban, a buen seguro que se iba a plasmar en alguno de aquellos mismos momentos.

Se fueron con gran sentimiento de sus corazones, sin mirar una sola vez para atrás, no se fueran a arrepentir, pues se decían la una a la otra que tal dejación sería cobardía.

Pocos años habían pasado del hecho, cuando la mayor, habiendo adquirido por sus propios medios casa, invitó a su madre a venirse a vivir con ellas.

Esta se volvió a negar aduciendo que su puesto estaba con su marido, que por encima de sus propios deseos estaba la obligación contraída. Y se quedó.

En este tiempo, habían pasado diez años de la marcha de María Patricia y Sonsolines, hoy ya mujeres, su padre, Sisenando, se había comprado un perro.

Era éste pequeño, sin raza definida, un chucho sin pedigrí ni nada ni nadie que le pudiera ennoblecer. Sin embargo, era un perro simpático, dicharachero en sus continuas idas y venidas, plural en distraer a su dueño en todos y cada uno de los instantes del día.

No, no, pese a todo no le cambió el carácter la circunstancia relatada. Se comportaba tal mal o peor, aunque la deferencias advertidas y sin duda sorprendentes, las guardaba para aquel perro, al que había bautizado con el nombre de Manolo.

Y Manolo para acá y Manolo para allá, se pasaba los días llevándole atado al ramal, como él llamaba a la correa.

Se admiraban los que viéndole se mostrara tan complaciente con cualquiera de las travesuras cometidas por Manolo. Y en verdad era que, el chucho, como de ninguna manera quería que así se le llamara, era propenso a toda clase de diversiones.

No le suavizó el carácter al dueño sino cuando él se encontraba presente, parecía más bien Sisenando un niño en presencia de su educador, que otra cualquier cosa. Doña Eufemia, su mujer, tal mal tratada, tuvo, casi todos los días, mil tentaciones para huir de su lado. Todas ellas las reprimía diciéndose, aquello que podría ser de él, de su marido, sin su presencia moderadora.

Así pasaron diez o doce años, que la cuenta, por larga, se pierde en la noche de los tiempos. Hasta el fatídico, malhadado día, en el cual, la tragedia se consumó.

Extrañado Sisenando de que su perro Manolo no le despertara al alba, como tenía por costumbre, se levantó a las siete en punto de la mañana. Fue sigiloso hasta el rincón de la casa, en la cocina, donde tenía plantados sus reales, su cama y allí le encontró. Acurrucado, hecho un ovillo, acariciando con su hocico menudo su muñeco de trapo con figura de gato. Allí estaba, sin moverse, quieto, había expirado en la noche porque le llego la hora y porque la edad se cumplió en su corazón, un corazón sin duda divertido, pero anciano al fin.

Lo tomó Sisenando en sus brazos y con cuidado sumo, como si aún pudiera inferirle algún daño, lo deposito tierno sobre la mesa de la cocina.

Allí le encontró su mujer ya con la luz del día, sentado en una silla, con la cabeza reclinada sobre la cabeza de Manolo, llorando cual magdalena, como si el mundo, se fuera a terminar en horas.
Desde aquel día, este hombre de agrio, de acerbo carácter, no tuvo tiempo de poner mala cara a nadie. De repente, parece un milagro, se había percatado que hay cosas mucho más importantes que trasladar al mundo entero sus malos humores.

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