Cuando el padre Fulgencio Prebostio, inopinadamente descubrió la existencia de Peralitos de Arriba, quedó enteramente satisfecho, cuando más entusiasmado. Era este pueblo único, nunca imaginado, pues se salía de la realidad cotidiana, rayando sus hechos, procederes y hábitos con el milagro más extraño o surrealista.

Tanto fue la admiración del sacerdote que, habiendo parado su coche por descanso, camino de la capital, recaló allí por un tiempo al saber que, el titular de la parroquia muerto, no había encontrado hasta el momento sustituto. La admiración surgió cuando el primero de sus feligreses, tan súbitamente favorecido, descubrió su ministerio y le rogó que, allí mismo, sin dilación alguna, le confesase.

Tras de él, todos los habitantes del lugar hicieron cola delante de su confesionario y aquí, en tan pesaroso lugar, donde le brotó, con el asombro, el pasmo más inexplicable e increíble. Allí, en la fila de hombres y mujeres esperando, no existían jóvenes. El más joven de los confesados se iba por encima de los cuarenta años y aún si cabe más peculiar, extraño y milagroso, a ninguno de cuantos a él se acercaron pudo ponerle penitencia alguna, todos ellos estaban exentos del menor de los pecados.

Al padre Fulgencio, así admirado, le faltó tiempo para informar del descubrimiento a las jerarquías superiores y cuando creyó que la revelación sorprendería gratamente y raudos los informados vendrían a contemplar el prodigio, se vio igualmente sorprendido por una carta que, en principio creyó confundida, hasta que, llegado al final de ella se percató de la sabiduría de aquellos que miraban las cosas y la vida humana desde el pedestal donde sus importantes poderes les había elevado.

Así pudo enterarse que su misiva había sido tachada de entelequia, producto de paranoia pasajera cuando no risible, siempre llena de incredulidad, ahíta de ensueños, irrealidades de imposible que causaban gracejos cuando no irónicas jocosidades. Los jerarcas capitalinos terminaban afirmando que, ante tanto misterio, ese el que el sacerdote descubría temiendo por la extinción de aquella comunidad recién descubierta, la respuesta que debía de dar, le contestaron, era la frase manida de que siendo todo cuanto ocurre voluntad del Creador, nada podíamos hacer ante lo que creemos esotéricos designios y que en realidad vienen a demostrar nuestra pequeñez ante las cosas grandes.

Desde entonces, el pobre cura se pregunta como era posible que un pueblo exento de todo mal, sin que nadie circulara en sentido contrario frente a la autoridad terrenal y no digamos, frente a su moral y envidiables costumbres, estuviera en trance de desaparecer, sin que nadie pusiera un adarme de voluntad en corregir su deriva.

Se dijo también, entonces elevando los ojos al cielo, en busca de una respuesta que, si todos somos castos y puros, si todos nos conformamos con lo que Dios nos da y pasa lo que ocurre aquí, la progresiva desaparición de unos seres humanos y con ellos la vida, algo sí, misterioso, existía en los designios de del Creador que no estaba a nuestro alcance comprender.

Esta y no otra fue la razón para que el padre Fulgencio Prebostio abandonase Peralitos de Arriba para nunca más volver, al pueblo que llevaba en el interior de las  vidas intachable de sus habitantes, el germen maligno que les condenaba a su desaparición.

 

                                                 

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