Subí al monte,
a fin, me dije, de contemplar la vida.
¡Ay!, Abundio, te confundes,
lo que miraste no existe,
lo que viste ya existía,
tan solo es una mínima parte,
un céntimo, un gramo,
de cuanto te dictó la mente.
Supe entonces la hondura,
de la decepción poniente,
un pozo vacío sin agua,
con una sola serpiente.
Lleno está de silencio,
el túnel de colores negros,
al cabo ya me descubre,
ya se cuanto me está ocurriendo.
De la culpa culpo al viento,
como de la locura al cuervo,
ese de mal agüero que grazna,
para derretirme el sueño.
Será por eso que pienso,
por eso acaso me muero,
por no saberme sentar,
por olvidar el lugar donde puse mi asiento.
Triste es la tristeza errante,
pena es la pena que clama,
como el aullido del lobo,
cuando en la cresta del mundo,
de hambre ladra sonoro,
sin divisar la manada,
aquella donde pacen los corderos,
con la que apaciguar sus ansias.
Sentado estoy, mirando,
y ciego sin ver contemplo,
el ruido que dentro late,
las aguas del mar inmenso.
Quién me lo iba a decir,
ahora que me veo muerto,
pues la vida ya no fluye,
con la quemazón de antes,
y los gritos que pronuncio,
en los ritos y en los cantes,
salmos son de funeraria,
lúgubres lienzos de sangre.
La tarde declina y se esconde,
detrás de los pensamientos,
todos ellos teñidos de luto,
de estrellas que relucieron,
en la juventud ausente,
cuando declina la tarde,
y el astro se esconde,
vencido, por poniente.
Es posible que el sol salga mañana,
por entre los riscos del monte,
en las aguas de los ríos,
tras las turbulentas gargantas,
que arrastran preñados sueños,
ensueños e ilusiones, visiones y pesadillas,
mientras yo contemplo indeciso,
como si fuerza mayor me impidiera,
gozar de ellos durmiendo.
Ese sueño, esa vela, ese fin,
ya tan cercano,
que si me atreviera a tocarle,
con mis dedos yo sus manos, l
las encontraría tan frías,
tan heladas, tan cansadas,
como el hielo,
como el témpano,
tal como están las mías.
Abro ya los ojos,
allí, en la distancia,
en el horizonte perdido,
entre cirros preñados y cúmulos henchidos,
por entre la luz extraña,
la diáfana sonrisa de una infanta,
una niña,
sus ojos, su estampa,
mudos me viene a ahogar,
cuando bien quisiera yo,
en sus cristalinas aguas,
para siempre navegar.
Comments by José Luis Martín