De entrada debo confesar que lo mío, desde siempre, al menos desde que me conozco, no ha sido mirarme en el espejo. Ahora bien, de aquí, a no reconocerme en él, como me acaba de ocurrir, va un trecho tan grande como la distancia que recorre, en un segundo, la mirada de un hombre enamorado en el trasunto de su enamoramiento. Vamos, lo que se dice un abismo infinito en mitad de un dulce sueño.

Pues algo de eso fue lo que ayer me ocurrió. Entré raudo, y solo, debo de confesarlo, en el ascensor de mi casa, ese que tiene un espejo ocupando por entero el frontal del cubículo y por consiguiente no tuve otro remedio que fijarme en la figura que reflejaba. Ya sé que lo podría haber hecho antes, miles de veces sin duda, pero es el caso que lo obvié o se me olvidó, no me di cuenta o simplemente me distraje en otros quehaceres. La diferencia con las anteriores ocasiones es que en ésta, me pregunté sesudo y trascendente. ¿el por qué?

Miré con los míos los ojos que reflejaba el espejo. Me dije entonces, imbuído en la realidad creada, ¡quien miraba a quien! Un segundo después me hice la misma pregunta desde otro enfoque diferente ¿quién podría ser aquel tío que tan fijo me miraba? Como aún sigo cuerdo me respondí sin palabras, mas debo de decir que me asusté, algo confuso si estaba, sin duda por haber echado sobre mí, un puñado de años sin apenas haberme dado cuenta.

Me vino entonces a la memoria aquel lacerante chascarrillo de pizpireta alumna que encuentra a su profesor sentado en un banco del Retiro, mientras toma el sol del mediodía. El hombre, envejecido, anciano ya, responde, cuando es preguntado por la mujer por su pasada condición de tal, como previo reconocimiento a su identidad, y trata a la discípula como antigua compañera, y la eleva así a su mismo rango, a la vejez que observa y que ella sólo proyectaba en los demás, puesto aún se creía joven.

Yo soy, debo de decirlo con todo el sentimiento que embarga a una situación no deseada, la alumna que se mira con tan benevolentes ojos. Será por ello que, de forma súbita, encuentro en mí las arrugas que sólo veo en los demás. Sí, he llegado a viejo de golpe, sin pretenderlo y lo que aún es peor, muchísimo peor, sin darme cuenta. Es una situación que ocurre con tanta frecuencia, que casi nadie llega a comentarla.

Cuando yo me miro, al menos hasta hoy, sin que el espejo esté presente, me recuerdo en el de ayer; mis emociones en consecuencia son anteriores y en todo momento, aún impedido por algunos repentinos achaques, me encuentro dentro de tanta vitalidad que siempre parece que el nuevo día me ha conseguido, junto a la prórroga real de su divino amanecer, el agua de la eterna juventud.

¿Qué cuanto digo y añado es irreal? ¡Quién lo duda! Ahora bien, quien así no lo haga, se confunde y pone en serio peligro su existencia, esa que se prolonga en el tiempo de la juventud y se acorta con los años. Principalmente cuando la suma de ellos, cumplidamente rebasan los que se encierran en los dedos de una mano cuando, éstos, los dedos, erróneamente jugamos a multiplicarlos por diez.

Sé el desconcierto que produciré en muchos de cuantos se atreven a leer esta página. Sé de la incomprensión que suscitará lo escrito. En realidad, sólo será comprensible para quienes, en los momentos actuales, transiten por los mismo derroteros por lo que yo camino.

El motivo de escribirlo y no prohibir su lectura a la juventud, no ha sido otro que recordar aquella sentencia que asegura que, de la experiencia ajena se aprende el porvenir que nos aguarda. Otra cosa bien distinta es que, quienes aún no han llegado, sean capaces de ponerse en situación parecida.

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