Los domingos de guardar, el Rastro se ha puesto imposible. Don Castor, que no se perdía la visita dominical, ya estuviera lloviendo a cántaros, hiciera un sol de justicia o el viento amenazara con volar las lonas de los tenderetes, la mucha gente le ha echado. Y es que la Ribera de Curtidores y sus calles aledañas, que la aspiración es mucha y los expositores cientos, los matutinos domingos concitan a la más variada fauna del planeta. Allí hay extranjeros de los de fuera, los de allende de nuestras fronteras y estos indígenas que vienen a ver el evento por primera vez. Y siempre, siempre, sin perderse uno, allí estaba Trijuénico de la Molienda, con la mirada en ristre, cuando no abrazando a la cartera, aspiración subyugante de los rateros presentes.
Los indígenas lo mismo provienen de Albacete, ex profeso venidos para no irse al otro mundo sin haber visto la mayor parte de este, aunque sea en tan reducido espacio; los hay igualmente paisanos de Ávila, del valle del Tiétar, de Coscojal de los Desamparados, para ser exactos, de Cáceres, de las márgenes del Darro, del Pisuerga etc. todos los que vienen, en definitiva, buscan el candil de la curiosidad infinita, por aquello de, al tiempo, encontrarse a sí mismos, haciéndole alumbrar en la pared de sus casas; los hay que encuentran el objeto-chisme o cosa impensada rebuscado entre el intrincado y el más negro de los intersticios de las chamarilerías desparramadas sobre los mostradores de las aceras. Hay listos y hay truhanes, negociantes e incautos, chorizos y guardias y a la postre, todos curiosos en amalgama bien avenida, es la antesala, –decía empero don Castor- el vestíbulo del purgatorio camino de la gloria.
De la otra fauna se pueden encontrar, entre multitud de otros enseres y atarguillos y cachivaches, perros alanos, arderos, de agua, de engarro, dogos…perros de toda clase y condición, con pedigrí escrito en papiro o en papel de barba con sellos perrunos y sin antecedentes, que vienen sin padrinos conocidos, golfos al cabo o golfillos por la edad.
También hay gatos, una inmensa e inacabable variedad de gatos. Primordialmente los hay de Angora, romanos a rayas o listas, los siameses… y monos en jaulas y cocodrilos con ramal y pitones aletargadas entre ratón y ratón y lagartos ocelados y …
– ¡Oiga! ¿No sabe usted que están prohibidas las ventas de estas postreras especies?
Hay pájaros autóctonos con cante jondo o a lo Julio Iglesias y también mudos y aterciopelados. Hay canarios amarillos con el plumón bello como el pecho de una mezzosoprano. Hay Sietecolores en jaulas y loros amaestrados que vuelven cándidos y asustados por la bulla a la mano de sus dueños. Hay pájaros de pluma y guacamayos…
– Pero, escúcheme, dentro de un maremágnum tal que, al menor descuido, cualquier desaprensivo, escudado en la muchedumbre, lo mismo te deja los riñones macerados que la cartera vacía.
Por tanta algarabía como se forma don Castor ya se marcha en el momento de mayor esplendor. Menudo es don Castor Trijuénico de la Molienda para aguantar tantas tarascadas en pleno solomillo.
Desde hace unos pocos meses, Trijuénico se descuelga al Rastro los domingos a muy temprana hora. Baja la calle Mesón de Paredes, algunas veces la de Embajadores, frenándose y cuando llega a la altura de La Corrala, tuerce a la derecha para llegar al corazón de la feria que él sitúa, sin mayores razones, en la Plaza del Campillo del Mundo Nuevo.
Como llega tan temprano, ayuda a los vendedores a montar sus tenderetes. Tanto y tan bien lo hace que cuando le ven de manos le buscan rápidamente empleo.
-¡Mal me cuadra verle echar una mano a todos!
– Con la sola excepción de los libreros de viejo. Que es conocida la máxima de don Castor. “los males del mundo proceden de la lectura de los libros”. Ha saber el por qué dice eso, aunque es una verdad demostrable que no pasa un día por los pobres libreros sin que les aceche un desaguisado.
– Hay quien dice que tiene gafe y que desde que ha venido Trijuénico, cuando no se le ha caído al suelo el tinglado se les ha hundido el empedrado y una sola vez, que se sepa, el último, el que ocupa la esquina de arriba, a poco si sale ardiendo.
– Verdad usted, don Hipólito, que el bueno de don Castor, aunque yo le debería apear el don por maleducado y por grosero, tiene un pronto muy malo.
– Ni que lo diga. Ya es sabido que el carácter va en los genes y yo, que conocí a su padre, puedo dar fe de ello. Porque es un hecho que contra la cadena, no hay quien vaya.
-¿Qué cadena?
-¡Cuál va a ser! O es que usted no ha oído hablar de la escritura genética, es decir, la historia anticipada de la vida de cada individuo.
– Y podría decir, ¿donde puede comprar ese libro?
– En ningún sitio ni lugar, de momento al menos, porque es un hecho que cualquier día la ciencia encuentra la etopeya de cada uno y nos la hace comprar.
– No podría usted hablar algo más asequible, don Hipólito.
– Qué más quisiera yo, hijo, pero esto también viene en los genes.
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