El sabio Predrusquiño de los Peñascales, desde su más lejana juventud, estuvo imbuido por el saber y la ciencia. Tuvo tiempo para hacer descubrimientos tan solemnes y beneficiosos para la Humanidad, con mayúsculas, que cualquier hombre o mujer se hubiera podido envanecer. Sin embargo, esta dedicación exclusivista no le permitió saber que en el mundo existían otras muchas cosas capaces de hacerle feliz.

Una tarde, de las contadas que el docto lumbrera se distraía en los jardines de Sabatini, se topó con la jovencísima Eduvigis de los Ganzules. Era la mujer bella y espigada como rubia espiga de trigo, adornada con las virtudes del descaro y las resoluciones directas, de aquí que, admirada sin duda del saber infinito de Pedrusquito, de su mansedumbre y modestia infinita, acaso por otras cualidades aquí ignoradas, encontrándole asequible a sus deseos, presto le llevó al altar.

Para el sabio, el hecho no solo fue un alto en el camino de la ciencia, un descubrimiento tal que, Eduvigis, cada vez con mayor ímpetu, le mandaba cerrar la boca cuando el maxilar inferior se le caía, que mirándola de placer se quedaba arrebolado.

Fue para el genio una parada en el rellano de la sutil escalera que le conducía a la gloria. Aparcados quedaron los más queridos de sus inventos, para descubrir de Eduvigis de los Ganzules sus ojos, su enigmático contoneo, su espléndido cabello rubio y aquella su voz que felizmente venía a disturbarle todo pensamiento creador.

Quedaron para mejor ocasión demostrar al orbe que el valor de los ángulos del triángulo equilátero cambiaban cuando la figura se dibujaba en la redondez del cielo; la comenzada investigación encaminada a la destrucción de los plásticos para que no llegando al mar salvaran de la muerte a las tortugas que las comían… y así mil ideas más, fruto de su feraz imaginación, aquella virtud que le resolvía de forma inmediata cualquier problema que se le presentara en sus prolíferas investigaciones científicas.

Más si el sabio creyó que el resto de su existencia transcurriría por los mismos cauces estaba equivocado. Pues de extraviado tachaba Eduvigis cualquier decisión que no era comprendida por ella. Y fue tanta la discordia y el desacuerdo, que seis meses después, sin haberse apagado la llama que consume a los enamorados, se separaron.

En esta triste circunstancia, sabiendo ya Pedrusquito que la felicidad, apenas advertida debía pasar inexorablemente por la presencia de una mujer en su vida, el sabio toma la decisión de construirla a su medida.

Edificó un monumento, con cara de Eduvigis, con espuma conformó la forma de una mujer con cara de Eduvigis. Cuantas mujeres oso construir le significaron un fracaso, con cara de Eduvigis. Así hasta llegar al robot como reflejo de la mujer ideal, pues consiguió que hablara con voz de Eduvigis, y fue toda ella bosquejada con materiales flexibles y dúctiles, relleno de la estructura de hierro.

Por unos instantes se sintió satisfecho. Hasta que se cansó de oírla decir siempre lo mismo, con la palabra mansa e imperfecta que en modo alguno se parecía a la de su mujer perdida. Por eso, cada mañana, cada tarde, a todas las horas del día, el sabio inventor, el de la imaginación desaprovechada, comenzó a echar de menos la verdadera voz de su querida mujer, aquella Eduvigis de los Ganzules, la de los ojos azules, la misma que escondida le seguía viendo cuando el pobre Pedrusquito de los Peñascales, ignorándolo, paseaba ahora con mayor frecuencia por los jardines de Sabatini.

 

                                                       

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