Andrés miraba su vida sin bajarse del pedestal donde se había subido. Tanto el ayer, pasado próximo como el ya remoto, los encontraba, sin embargo, vacíos, como si en vez de haber sido él, quien había vivido dentro de su vida, lo hubiera ocupado un fantasma, un ser irreal que le llenaba de sueños imposibles.
Otro tanto le sucedía mirando el futuro, aún el lejano en la distancia, cuando el inmediato lo encontraba igualmente lastimoso, ese mañana oscura y poco desentrañable.
En estas dos cuestiones, litigaba en puro pesimismo, con algún rayo esporádico de esperanza, que se filtraba candoroso y tímido por lontananza. Acaso por eso se dijo que, si bien, sobre el pasado poco o muy poco podría hacer para remediar el mal sufrido, al menos debía encontrar el modo de vida capaz de que mirando el futuro, bien le pudiera llenar de optimismo lógico y natural.
No había día que en tales hechos no pensara, deteniéndose como parece obvio suponer más en el ayer que en el mañana. Pero, por más vueltas que daba a la cuestión de aquel pozo sombrío y tenebroso no encontraba la maldita forma de salir de él.
Miraba con pesadumbre la risa de los demás, con envidia que le saltaba por los ojos, de aquellos que en tantas ocasiones le rodeaban sin apenas verle, de sus bailes, sus gritos y cánticos y se decía que, si duda, viéndoles la forma de actuar y manifestarse, sin prejuicios, trabas y cualesquiera otro estorbo, en modo alguno se le podría hacer difícil compartir su alegría. Y lo intentaba, a reglón seguido y allí, como petrificado, le quedaba el rictus, la intentona, el esfuerzo que hacía, por mas que apenado y lamentable en su contemplación que no había en él, el menor hálito de convicción.
Lloraba entonces Andrés, sin lágrimas, las que empañaban de pesar su pecho. Lloraba en el alma su dolor terebrante, a veces indefinido, siempre tenaz y persistente, como la nube que ocupa el cielo, en ocasiones lacerante, como el puñal que traspasa la carne.
En uno de aquellos días, posiblemente de todos el más sentido, vino, hasta el pie de la columna donde Andrés ignoraba que estuviera perennemente subido, Lucía, una niña rubia, con el candor y la de sus siete años recién cumplidos quien, acercándose, le preguntó:
– Andrés, hermano, ¿por qué no juegas conmigo? Acaso no sabes o tanto te cuesta bajarte de la torre donde habitas.
Le miró Andrés sin comprender, con una sonrisa que quería ser igual a la de ella y preguntó a su vez:
– De donde, Lucía, debo de bajarme para poder jugar contigo.
– Del pedestal, de la pirámide, donde dice mi padre que no te bajas, Ahí donde siempre te veo.
– ¿Tú me ves tan alto?
– Claro, de otra forma no tendría que levantar los ojos al cielo para verte, para divisar tu cara.
Notó Andrés, cuando se agachó para acariciar la cara de Lucía, que en verdad se había tenido que inclinar más allá que la real diferencia de estatura entre ellos, que al menos había descendido un escalón, acaso los mismos pasos de una escalera donde mirando al cielo conduce al infierno de la soledad, allí donde sólo se alcanza a divisar la indefinición del horizonte.
Y fue de esta manera como alcanzó Andrés del Pío Monte, de la mano de Lucia del Bien Hacer, a comprender, a saber que era verdad que vivía dentro de la irrealidad de una burbuja sin límites, de una pompa sin contorno que le hacía ignorar el presente, enturbiando al tiempo el pasado por inexistente y el futuro por problemático.
Alcanzó a reír con ella y a mirar alrededor con optimismo, así como el futuro con tranquilidad. “El exceso de seriedad mal entendida, -le dijo muy seria- es pura y liviana pedantería”. De súbito comprendió el muchacho el pasado y su pecado, al fin enjugado, en las palabras clarividentes pronunciadas por una niña de siete años.
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