Paulino Teleale o Teletele, por su arraigado vicio, aquel de interminables sesiones de sillón donde se repantigaba viendo la tonta, como su mujer llamaba a la televisión, desenfreno metido en la sangre hasta el tuétano, de súbito vio que, además de notarse desapaciblemente, empezaba a no estar para nadie.
Cuando se levantaba del asiento, ese sillón frente a la máquina de los divertimentos dispares, sin sufrir un desmayo manifiesto, que a tanto no llegaba, si notaba que la cabeza se le iba un poquito para allá y otro poquito para acá, y detrás de ella, el cuerpo entero, mas nunca con peligro real de caer al suelo.
Así pasaron los años, que apenas unos pocos meses después del jubileo, celebrado por todo lo alto, que hubo fiesta y jolgorio interior, cuando dieron comienzo los episodios relatados, aprendiendo Teleale igualmente a sobrellevarlos. Primero de forma intrascendente, sin mayor enjundia, por eso se decía a si mismo que al fin y a la postre no había porque preocuparse por la salud. Pero del no con minúsculas se pasó al NO mayúsculo, fue cuando todo él trastabillaba como si estuviera borracho, mientras buscaba el sillón más próximo para asentarse. Así al menos lo comentaba su vecina, doña Ursulina del Palangre, que de esta manera tan poco seria llamaba a su señora, sin arrancar de ella una sonrisa sino una mueca.
– Pues chico –le decía esta, sin reparar el mohín- muévete, que no haces nada de provecho, ni siquiera para ti.
Si notaba Paulino, el hombre angustiado, que, a más de los vahídos a media velocidad, que hasta el instante solo habían sido amagos sin mayores consecuencias que lamentar, que todo en él se acomodaba, queriendo decir que si bien, hasta antes de jubileo bien podía con la punta de sus dedos tocar el suelo sin tener que doblar las rodillas, ahora, por más que se lo proponía, siempre le faltaba algo más de un jeme para llegar al objetivo.
Lejos quedaban aquellos tiempos en los que se había dado al deporte en los fines de semana, desde el palco del Calderón o del Bernabéu, y en los demás días asiduo de gimnasios, donde iba de cuando en vez y no digamos de los masajes, masajes en la espalda, con especial atención a las dorsales, a las lumbares, a la zona coxígea, a la sacra, vamos a todas las vértebras que ahora le comenzaban a pasar factura, sin olvidarnos de las piernas, que también.
En ocasiones, cuando andaba algo más que de costumbre, cosa insólita que nada le gustaba desgastar la suela de las zapatillas, así al menos lo expresaba él sin rubor alguno, comenzó a notar cierto cansancio con ligero dolor de espalda y dificultad de respiración. Todo ello lo creyó natural, menos lo extraordinario que sentía en los costillares, pues se dio en creer que le estaba creciendo una concha o algo similar el caparazón del que hacen gala las tortugas.
De tales pensamientos llegó a la conclusión que eran cosa de los años y eso que al respecto mentía como un bellaco cuando le preguntaban por ellos y se restaba sin pudor alguno, media docena, cuando no una entera.
Se repite Paulino Teleale, puesto que no tenía constancia del hecho en sí, que la experiencia en los demás, cuantos le habían precedido en el camino de la vida, bien le hubiera servido a él para saber qué es lo que le esperaba y no de sopetón llevarse tamaña sorpresa, pues si bien intuía algo, nada se parecía a tal decepción.
Una noche, acababa de cenar, fruta por más señas y en cantidad cercana a lo que come un grillo de una sentada, sentado como estaba terminando de ver el telediario, sonó el teléfono.
El ring ring, dictaba no más de tres metros de donde se encontraba, mas se levantó raudo el bueno de Paulino, para llegar presto al aparato. Lo tomó en su mano, se lo llevó a la oreja y el frío, creyó él del auricular, le hizo sentir algo así como un leve mareo. Mareo que fue creciendo a medida que hablaba y retornaba al sillón donde, a Dios gracias, el desmayo le derribo sobre él, que bien pudo caer sobre la mesa central de mármol, diorita orbicular la llamó el operario que la vendió, donde a mas de hacerla añicos, mancado se hubiera dejado el hueso de la cadera.
Acabó no obstante como pudo la llamada, no sin antes tranquilizar a quien le llamaba, que había sentido este que algo raro pasaba al confundido escuchante.
Se arrellanó en el sillón, una vez acabada la concisa comunicación, cerró los ojos y esperó a que el desfallecimiento se le pasara. Mas no fue así, todo lo contrario por lo que, sacando fuerzas de la pereza y lleno de miedo se fue a la cama donde, sin desvestirse, se dejó caer.
Fue apoyar la cabeza sobre la almohada, cerrar los ojos y hundirse en un mar en calma, todo uno. Era este océano tan hondo que la bajada al fondo duraba tanto como si nunca se fuera a terminar. Pero en modo alguno era algo desagradable, aquel suave deslizarse entra las aguas que lentamente se abrían para ser enterrado en sus profundidades.
No obstante tal hecho, cuando recobró algunas fuerzas y el miedo a quedarse pajarito se esfumó, a voces llamó a Ursulina, que algo sorda veía igualmente la televisión a todo volumen en una habitación próxima algo más recogida.
El susto, empero, fue el de andar por casa, que ya se había encontrado en situaciones si no iguales, si parecidas, quejas que no eran las primeras por eso pensó, con buen tino, que sería cosa igual, sin mayor enjundia o trascendencia.
Sin embargo, al tocarle la espalda y encontrarla tan rígida, claro que a pesar de la dureza nunca pensó ni se la pasó por la cabeza el caparazón de una tortuga tal cual lo ideaba Paulino, le apretó el lugar, a modo de masaje, aquí y acullá, sin desviarse un ápice de los centros motores que rigen los hueso de la espalda.
Al pronto, que fueron escasos los minutos, si bien no se sintió mejor, si al menos había conseguido descargar en otro su preocupación, que siempre lo compartido cuando no recae enteramente sobre uno, se siente alivio y se aligera el peso. Total, volvió a la cama, donde apenas si durmió como solía, lirón por aquí y por allá, pero al levantase, a la mañana siguiente, ahora si se acordó de tomarse la pastilla de la tensión que le había subido unos escalones, más por el cangele que por causas exógenas, que es sabido que tal enfermedad se aprovecha de los miedos y las aprensiones del paciente.
Levantarse de la cama en tales circunstancias lo llevo a cabo con cierto temor, que se puso en pie mirando los resortes interiores con incertidumbre, no se le volviera a repetir el vértigo, pero hay milagro, los mareos habían desaparecido por ensalmo, ítem mas, que era lo importante, el caparazón de tortuga que con tanta impresión hasta con él soñaba, se había esfumado igualmente y su cuerpo, sin ser obviamente el de antes, si que se movía como tiempos pasados, algunos años antes del jubileo.
Es decir, el masaje, sin propósito directo, había surtido el efecto positivo e inesperado, pero con él, le vino a la mente la clarividencia y el saber que había que reducir la ración de tele diaria y todo este tiempo echarlo en ejercicio físico, tan olvidado ahora y tan necesario para la edad, si queremos seguir en ella.
Y hoy es el día que se puede ver a don Paulino Teleale, ahora sí, Teleale, pasear con ritmo y hacer, de cuando en vez, algún pinito gimnástico.
Comments by José Luis Martín