Sobre la espalda encorvada cargaba, cirineo, la cruz de un pesado saco. Apenas si Abel había traspasado los 30 años y era ya un viejo roto.
Cansado y ahíto de fatiga, apoyó, sobre el pretil del puente, el saco lleno. Miró, entre la luz de la tarde fenecida, las aguas brillantes de pez correr por su cauce profundo y misterioso. Un vahído machacón le vino a torturar el alma y a punto estuvo frágil, en dejarse ir camino de lo desconocido.
Recordó su casa en lo alto a ninguna parte. Tablas mal pegadas, techo a todos los vientos y en el triste ajuar desparramado de jergones y sillas. Viejos enseres recogidos de mejores tiempos. Vio a su mujer, espátula en el quicio de la puerta, con el puño apretándose los hijares doloridos. El vahído fue un mundo sin equilibrio, un carrusel donde bien podría acomodar su pereza. La tentación constante e infinita.
Recordó entonces que en el mejor jergón, de la única habitación de su casa de cartón, se abría la sonrisa de su hijo que le esperaba contento.
Abel tomó el hato, se lo cargó en la espalda y aliviado porque de súbito se le había pasado el mareo, reanudó el camino.
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