Un día, al despertarse en la mañana, Gumersindo de Otranto vio, junto a él, el cuerpo desnudo de una mujer. Cuando ella se dio la vuelta, al mirar su rostro, se dio cuenta que era la cara soñada.
Gumer de Otranto había conseguido, a través de la magia, sin duda, dar vida a la bella estatua de bronce que le miraba desde el mármol del tocador de su alcoba enfrente mismo de su cama.

Comprendió el muchacho entonces la fuerza del deseo para hacerse realidad y tanto se complació en ello que a veces reía y al tiempo lloraba para mostrar el desconcierto de su felicidad inesperada.
Pasado un tiempo, el hombre feliz preguntó a la que ya era su mujer, Dorotea Sinsu, si ella, como antes él, había tenido sobre la mesilla de noche, sobre el mármol de su cómoda, una estatua de bronce a la que había convertido, soñando, en Gumersindo de Otranto.

Dorotea, confundida por la pregunta le respondió que en su casa, en su habitación, nunca tuvo ninguna estatua, ni de bronce ni siquiera de porcelana, pero que aún habiéndola tenido nunca se la hubiera ocurrido convertir sus sueños en realidades tan imposible.

– A las mujeres –añadió- nos han enseñado el pragmatismo, esperar sin tener otra opción ni alternativa que elegir entre aquellos sueños que tienen a bien acercarse a nosotras. Tú, sin embargo, eres muy libre de adornar con pinceladas de magia lo que fue un encuentro que acabó en nosotros dos. Los sueños, Gumer, cada uno los adorna como quiere.

Aquella noche, cuando Gumer distraído, se desnudaba para acostarse, al mirar la cómoda, vio de nuevo la estatua de bronce sobre el mármol. Un año, un mes y tres días después, había tardado en regresar.

Aquella noche, después de un año, un mes y tres días, Gumersindo de Otranto volvió a soñar.

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