No fue pequeña la herencia recibida por Estiquiro Quieto a la muerte de sus padres. Ni pequeña ni fácil, que le obligó, desde la mañana a la noche y aún en sueños parecía modular aquello que al día siguiente debía hacer, a una ímproba como extenuante tarea. Todo, se decía, por continuar lo emprendido en tiempos de sus abuelos, prolongados con el mismo éxito por sus inmediatos ascendientes y en modo alguno quería ser él quien quebrara la generosa racha de tan lucrativos negocios.

Más siendo el trabajo arduo, nunca lo fue tanto como ocuparse de su hermano. Se quejaba Estiquiro amargamente, aún de su presencia, de tener que soportarle como una maldita carga o maldición, siendo como era el ya único familiar que le quedaba tras el accidente aéreo que segó la vida de sus progenitores, unos pocos años antes.

Renegaba sí, de la hora que prometió a sus padres, precisamente y cual premonición, unos pocos días antes de emprender el último vuelo vacacional que les llevó a la tumba, ocuparse de su hermano, ocho años mayor que él. Panito, como así le habían bautizado estaba aquejado de traumática parálisis cerebral que tanto le impedía discernir, aún el día de la noche, como cualquier otra situación de su existencia. Su impotencia se divisaba en sus ojos erráticos y confundidos, su sonrisa a todos los vientos dibujada perenne en su cara, por más que ello no fuera impedimento que le imposibilitara en mostrar sus profundas inquietudes traducidas y prestas a no parar quieto un solo instante de su vida.

Aquella inquietud perpetua hacían saltar los resortes de la paciencia a su hermano Estiquiro, que le miraba como estorbo o piedra que el destino le había puesto delante para que no todo fuera templanza y compostura.

Poco tiempo después de casarse, Estiquiro confesó a su ya mujer el mal que le aquejaba y todo cuanto por dentro le hacía odiar la presencia de su hermano único y mayor.

– Es –le confesó- como una penitencia que hubiera de pagar por un pecado que desconozco haber cometido. No puedo mirarle como hermano, aunque lo intento viéndole que tan solo es un dibujo inanimado, una silla varada en el camino que hay que apartar para llegar a la habitación siguiente. Se de mi pecado, de la falta de caridad, pero no puedo sufrir su presencia sin rebelarme, cuando me veo obligado, por juramento hecho a mis padres, que nunca, hasta el día de mi muerte o la de él, le podré abandonar.

Gundila, que así era el nombre de la recién casada, bella mujer por dentro aún más que por su belleza exterior, no se explicaba el inexplicable como gratuito rencor exhibido por su marido contra la persona de su cuñado, cuando era, y así lo llevaba demostrado en los años de su existencia, una buena persona, un honorable hombre. Por eso le respondió:

– En verdad Estiquiro que cuesta comprender la situación, siendo como eres persona cabal. Me pregunto si en vez de odio hacía él, en realidad fuera tu enfado dirigido contra la situación desgraciada que padece y que no puedes remedar. Estas molesto contra la enfermedad, tu cólera proviene precisamente de la impotencia al no poderla vencer. Deberías superar la situación puesto que se eleva sobre cuanto es factible hacer para vencerla, así dejarías de penar y al tiempo ponerte de acuerdo con la vida que nos toca vivir. Y que sabes, -añadió con una sonrisa- es divina.

Desde aquel mismo día Gundila exoneró de los trabajos que se había impuesto su marido acerca de su hermano impedido. Así le daba de comer con paciencia infinita y al tiempo se reía cuando Panito, en lugar de abrir su boca para ingerir la sopa que en cuchara le daba, sin mucho venir a cuento reía a carcajadas, a mandíbula batiente, aventando de golpe el condumio que volaba por los aires manchándola la cara, cuando no también la pechera y el vestido.

Gundila le recriminaba con la mano amenazante y Panito se reía más si cabe, para terminar los dos al unísono con tales risotadas que alertaban al servicio de cuanto estaba ocurriendo en el salón de la casa.
Estiquiro, que en alguna ocasión pudo contemplar la escena, lejos de unirse a ella, alejaba su presencia como si apestado fuera, en aquella reunión o comilona, como él, despreciativamente, calificaba la caridad que hacia su señora con su hermano mayor.

En tales cometidos pasaron algunos años, así hasta que un día, manipulando uno de los cajones que se suponían de adorno, de una de las mesas que había en el despacho, sorpresivamente se abrió, cuando todo el mundo suponía su decoración bella y sin utilidad. Gundila, extendió su curiosidad hasta el fondo del cajón, del que extrajo una abultada carta con nítido membrete de una clínica sanitaria.

Durante un tiempo, leído el contenido del voluminoso sobre, la mujer rumió si dárselo a conocer o no a su marido, atareado siempre con el devenir de los negocios en franca expansión. Al fin, consultado el dilema, sopesados los pros y los contras, le entregó el contenido de la carta para su lectura.

Estiquiro, sin duda cansado del día quiso dejarlo para el siguiente, más viendo la insistencia de Gundila, pues se lo pedía con lágrimas en los ojos, accedió a escucharla, pues leer anécdotas, por muy risibles que estas pudieran ser, no tenía, dijo, en aquel momento el cuerpo suficientemente preparado para leerlas.
Gundila, con las lágrimas que no cesaban de fluir de sus ojos, le suplicó que aunque sólo fuera una, leyera al menos aquel mínimo papel que con escritura pueril le daba. Su marido, movido por la insistencia y también por la curiosidad creada se apresuró a leer. Decía el papel: “Por Estiquiro, mi hermano, estoy dispuesto a donarle toda mi sangre para limpiar la suya y que así él no muera. Panito”.
Confundido mira a la mujer y le pregunta:

– ¿Esto es una broma?
– No –le responde ella- es más bien un bello y triste cuento de Navidad, Es la exposición del alma humana cuando no encuentra otra barrera para mostrar su amor que darse por entero, sin esperar generoso ganancia alguna.

Sin dejar de sollozar un instante le cuenta su mujer cuanto ha leído, de cómo durante muchos días ha sopesado la posibilidad de darle cuenta del milagro o no, de cómo al fin ante la dificultad de guardar silencio, pues ello supondría un pecado, se decidió al fin a mostrárselo.
Relata entonces la mujer como, recién nacido su marido, apenas si había cumplido sus primeros cinco días, cuando sin explicación aparente, las esperanzas de que la vida se abriera para él, se esfumaron por ensalmo. Los médicos que le atienden en el hospital resuelven y encuentran, sin duda confundidos y acuciados por una pronta decisión que le salve, como solución más viable una transfusión de sangre, ya que parece ser que es ésta, la que circula por sus venas, la responsable por carecer de la fuerza suficiente como para mantenerle en este mundo. Panito, su hermano mayor, de apenas ocho años, es señalado como posible y mejor donante.

El niño consiente con las palabras leídas, cuando es preguntado por su padre, si se atreve con tal sacrificio. Y Panito accede y las escribe, con una sonrisa real, digna, que quiere conocer a su hermano con el que jugar dentro de unos pocos años.

De inmediato se lleva a cabo la transfusión y ocurre el milagro. Estiquiro, como si un rayo de luz atravesando su alma le irradiara de vida, así mismo la sangre de su hermano le hizo brotar sonrojantes colores en sus mejillas.

Allí mismo, el niño Panito perdió el conocimiento. Nada hacia pensar, sino, en una perdida momentánea de conciencia, asustado sin duda por el trance que acababa de vivir, que así de rauda resolvieron la situación, más si cabe cuando, a los pocos minutos, se recobró del vahído.

La alegría de la recuperación del recién nacido se oponía frontalmente al susto causado por el niño donante, susto que se convirtió en desesperación cuando a la mañana siguiente, Panito, que no se levantaba de la cama donde seguía echado con los ojos desmesuradamente abiertos, presentaba evidentes signos de haber entrado en una espiral equívoca.

Cinco años estuvo Panito recorriendo consultas sin éxito alguno. Nadie, tampoco, podía explicarse como tal hecho narrado había dado lugar a una anormalidad igual. Cómo la degeneración había hallado cobijo en el cerebro de un niño que fue considerado a su edad como muy brillante.

Estiquiro, sin dar lugar a que su mujer terminara cuanto le estaba contando, presuroso se levantó de su asiento, abandonó el despacho y se le oyó sollozar cuando atravesando el salón, gritó, desde la ventana que había abierto al mundo, su arrepentimiento.

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