A don Bienvenido Trijueque le ha venido el júbilo a ver. Hasta ayer, -¡lo que puede cambiar la vida de un día para otro!- tenía las horas, todas, ocupadas.

A esta primera de la mañana, tales cosas, a estas últimas de la tarde, tales otras. Con la alegría de la jubilación le han desordenado el tiempo…y las entrañas. ¡Oiga, como suena! Desde hoy lo mismo le da comer a las dos que a las tres, levantarse a las seis, según costumbre, que a las doce, la hora mágica donde dicen que se levantan los padres de la patria y donde se cierran los grandes negocios y el I+D+i.

Con todos estos cambios, los intestinos, los menudillos de dentro de la panza, no le rulan. Antes era un reloj, hoy la maquinaria la tiene descompuesta, no le funciona con la precisión de ayer. Claro que lo mismo no se acuerda que hacia visitas sin cuento al excusado. ¡Vaya lo uno por lo otro!

Doña Virtudes, su mujer, le ha dicho que hay que llenar el tiempo, que haraganear está muy bien para los sandios, los memos o para aquellos que sólo tienen pájaros en la mollera.

– Tú, Bienve, mira de ocupar las horas o te volverás majareta. El ocio, siempre se ha dicho, es muy mal consejero.

El señor Trijueque la escucha pero no la hace caso, que la cosa no es tan fácil.

– ¡Coño!, Bienvenido, ¿quieres marcharte de casa y darte una vuelta? No ves que todo el día en la cocina estás estorbando. Yo creo que, o te buscas ocupación válida o te mueres de aburrimiento y de inanición.

Lo de la guadaña a don Bienvenido no le movió un pelo, don Bienvenido se había tirado, durante cuarenta años de su vida, día por día, que se cuentan pronto en su montante, no en su transcurrir horario, maquillando cadáveres. No, no era sepulturero, pero casi, era estilista del más allá o para el más allá, que son matices y ganas de complicar el asunto. Lo que verdaderamente le llegó al alma fue aquello de ser un estorbo, en cero o dos, a la izquierda. Fue como si, en lo más recóndito de su existencia, le asentaran de repente una puñalada trapera, con cuchillo mangorrero para más INRI.

Desde entonces, el ex estilista se ha afanado, en todo su tiempo libre, es decir, de la mañana a la noche, en coleccionar sellos, vitolas de puros, postales, cajas de cerillas, sogas de ahorcado –de estas sólo tiene una que compró a un chamarilero en el Rastro y que le juro por todos sus muertos, que con ella ahorcaron a su tatarabuelo y que ahora, le ha entrado la duda razonable de que no sea verdadera y sí falsa, como Judas Iscariote- separadores de páginas de libros, billetes de la República, monedas de la dictadura de Franco, el de por la gracia de Dios etc. El bueno de don Bienve, se ha metido en tal berenjenal que no sabe como salir de él. Un buen día le ayudó su mujer, doña Virtudes, cuando le dijo:

– Por qué no coges tanta mierda y la pones en el cubo de la basura. No crees, Bienvenido, mi amor, que mejor harías matando el tiempo leyendo, que dando el coñazo a cuantas visitas vienen a casa, enseñándoles tan variados como inútiles pasatiempos. Cuando te digo que hay que ocupar las horas, hay que traducirlo por, le recalcó muy lentamente: “hay que llenar la cabeza”. En una palabra, leer, leer en definitiva, ¡alma de cántaro! leer. Vete a la feria del Libro Antiguo, a Recoletos, a la Cuesta Moyano y verás como llenas la cosecha, tu cabeza y tu alma, todo al mismo tiempo.

En la Feria de Viejo y en la de Nuevo, que también la hay, lo primero que le hizo aquel librero de bien, es venderle una enciclopedia sobre literatura y sus alrededores, la que tenía olvidada. Allí aprendió el maquillador de tránsitos lo que está en los libros, lo mucho que está por entrar en la historia. A doña Virtudes, el hombre eufórico la dijo:

– En verdad que, de no haberme abierto los ojos, bien me hubiera perdido, en esta última curva, la más peligrosa, lo más grande que tiene la vida, el placer de la lectura, la imaginación y los sueños del futuro a punto de cerrarse para toda la eternidad.

La buena mujer ni le contestó. A doña Virtudes, entre otras muchas cosas, le gustaban las novelas donde el protagonista era el demonio o se asemejaba, también las de aparecidos, muertos andantes o vivientes y todo aquello que la hiciera zozobrar el alma, tan apegada siempre a lo cotidiano. Se conoce que todo se pega. Le gustaba Lovecraft, Henry James, Edgar Allan Poe y August Derleth, por ese orden. Nunca aparecían autores de la tierra, a estos decía, sabía siempre del pie que cojeaban. Del Necronomicon, su obsesión más frecuentada, le hablaba a don Bienvenido un día si y otro también.

– Tú ya sabes que yo no soy muy crédula, que si peco en esta vida es en lo contrario –le dijo una tarde a su marido, cuando este comenzaba a afanarse por aquella literatura fantástica recién descubierta. Pero créeme, cuanto más leo estos libros más me entra en la cabeza que deberíamos encontrar nosotros el Necronomicon.
– ¿Quién es el autor? –la preguntó.
– Un árabe, pero eso no importa, lo que importa es encontrar el libro, al que, según he podido leer, le faltan la primera de las páginas y algunas del final.
– ¿Y cómo lo he de reconocer si lo encuentro?
– Porque está escrito sobre la piel de un cabrito.

Desde aquel mismo instante lo pasó don Bienvenido lo mismo que aquel otro que se le secó el cerebro de tanto leer libros de caballería. Don Bienve, cuando no anda tras la pista de este incunable, está recogido en casa, inflamándose de ciencia con la última adquisición. Una mañana, cuando ya la afición le recorría el alma, fue a dar, en una calle estrecha del viejo Madrid, contra el cristal, sucio cristal de una librería apenas si abierta al público. A través de él, del cristal, más que ver adivinó grandes rimeros de libros. Y allí, coronando tan ilustrado carromato, quiso ver las páginas de Necronomicon en piel de cabrito.

– ¡Oiga! –dice don Bienvenido que le dijo, una vez dentro de la lóbrega librería- ¿no es ese el libro donde están resumidas todas las soluciones a los infinitos problemas que afligen el alma y donde se encuentran las distintas panaceas para curar todas ellas?
Canijo era el librero y aunque verano, se tapaba el enjuto cuerpo con albornoz de paño y gorra de fieltro, para advertírsele apenas los ojos. Le respondió iracundo el interpelado:

– ¡Qué tonterías está usted diciendo! ¿Qué libro? ¿A qué libro se refiere?
– Ese de piel de cabrito, el que corona el rimero –le dijo don Bienvenido, sin querer advertir los malos modos, sin escuchar la perorata del bilioso, indicándosele con el dedo índice.

                                                *                                *                               *

Algunos días tardó don Bienvenido en contar a su mujer, como aquel hombre, mezquino sin duda, aquel energúmeno sin fundamento, le expulsó, entre apocalípticos insultos y soeces improperios, de su tienducha maloliente y como, casi en el mismo momento donde se daba en él, la misma cúspide del Everet, la de su nacida afición por la letra impresa, un malhadado librero le arrancaba de cuajo su recién estrenada vocación.
¡Dios no se lo tenga en cuenta!

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