Con tal ansia esperaba Federico las vacaciones de verano que, el mismo santo paciente, Job, le hubiera severamente recriminado tan poca paciencia como mínima resignación.
Mas como todo en la vida llega, que tan solo basta sentarse y estoico esperar, Frederik, como él quería que le llamaran cuando de incógnito se pronunciaba, alcanzó su sueño dorado, aquel que con tanta intensidad le atraía hacia la arena de la playa.
Dejó pues la oficina como quien huye del mundanal ruido o como quien deja un lugar, después de haber cometido sobre él una acción imperdonable, el odiado despacho, el sitio donde se ha perpetrado un crimen, el letal coche testigo de interminables atascos y en un decir amén, tomó el hato y el portante, una maleta escuálida hecha de días de desespero, noches de ensueño y como mejor se lame uno, solo, se perdió del ruido de la gran ciudad camino a las olas del mar.
Muy temprano, al día siguiente de llegar, cuando aún chirriaban los cierres de los comercios cuando eran abiertos, Frederik, entró en la peluquería de Pablico Stantom, un reputado estilista, escultor de cráneos, trencista de cueros y confesor amable de conciencias varias o variopintas.
En ella, sobre el suelo la peluquería se dejó la barba y el escaso pelo, la poblada barba y la totalidad del cabello. Con tanta diligencia y tal tonsura, que de haberle rondado por la cabeza una sola idea aprovechable, bien la hubiera podido desentrañar el peluquero.
No fue así. Mas ya limpio de todo estorbo superfluo, sin mácula, con unos pantalones a media pierna y una camisa que no le llegaba a tapar el ombligo, moderno él, muy en consonancia con el pueblo llano con el que decía venir a confundirse, se subió al autobús, caminos abiertos a todos los mundos conocidos.
Pero las cosas, ya está dicho, suceden unas veces sin premeditación y otras, las más, son debidas a la malas intenciones de algunos. De aquí que Frederik nunca habría de saber que, sobre su misma cabeza, aquel peluquero ladino y atrabiliario, abierto a todos los gustos, había dibujado-tallado arcanos imposibles sólo para iniciados, donde se daba cuenta, mortal confusión pues arrancaba de una mentira, que quien así llevaba la cabeza atusada del dibujo reseñado, una serpiente retorcida sobre el cráneo, respondía a gustos muy, pero muy particulares.
En el asiento inmediato posterior a donde Frederik se sentó en el autobús, allí donde se aposentó ufano y distendido, el ya paciente veraneante, fue ocupado por un negro opulento, grande, como hecho a propósito, beodo, mamado y cuba, que masticaba los despropósitos al tiempo que palabras ininteligibles, oraciones sin sentido, salidos por entre unos labios carnosos y rojos como gajos de naranja.
Frederik no hizo caso, apenas si se percató de la situación, tan abstraído iba y aún menos le hizo aprecio. Acaso se dijo que son cosas que pasan en la vida. Y se repitió que queriendo ser uno más y mezclarse con el pueblo llano, debes perderte en sus mismas debilidades y dar por sabidas que el prójimo, sin rubor alguno, pues ignora sus faltas, se estira satisfecho, levanta los brazos por encima de la cabeza al tiempo que, abriendo la boca de par en par, bosteza y trata de imitar, por su grandeza, a la puerta de la cueva de Ali Baba.
Y en tales disquisiciones iba cuando sobre la cabeza recién pelada notó el calor que emana de la boca, en este caso del negro descomunal, cuando sobre la piel notó la humedad ardiente de aquellos labios gruesos como plátanos encendidos.
Nadie puede poner en tela de juicio el noble aguante de Frederik, pues durante al menos diez segundos, tragó la suficiente saliva para soportar estoico el ósculo en el cráneo, sin duda desconcertado por la insólita situación, sin saber que era en verdad aquello que le estaba ocurriendo a él. Por un instante pensó que alguien, un ser sobrenatural le estaba absorbiendo, literalmente succionando, las neuronas, pues no se veía con fuerzas para expresar su horror y su extrañeza.
Al sentir de nuevo la caricia, aquello que cada vez más se aproximaba a agresión sobre la calva piel de la cabeza prácticamente rapada, se dijo en un instante súbito de exaltación, cuando impremeditadamente se le irritó el ego, que todo hasta aquí estaba bien, mas no había lugar para un segundo después.
Y mientras, aquel negro grande como un cíclope, con grandes aptitudes para llegar a coloso, le volvía a estampar un sonoro beso al tiempo que, con palabras entrecortadas, mientras con el dedo índice apuntaba lo que escrito llevaba sobre el cráneo pelado, sin duda por la emoción del momento, como por la feroz borrachera, cogorza al cabo, le declaraba su rendido amor, fulminante amor, nacido de una sola mirada, sobre la inscripción que partiendo desde la nuca le dibujaba todo el occipucio.
Frederik, entonces rojo como granada abierta por madura, herido por tan inhábil cocinero, muñidor de ordinarias manifestaciones, se levantó del asiento con ánimo jupiterino, con la misma hiel de la irritación que se le desbordaba por la lengua hasta salírsele por los labios, pues se disponía a lanzar sobre el negro, el tan descomunal como impropio hombre civilizado, una jauría de sapos y culebras, además de los perros de presa. Mas lejos de ello estuvo, que se atragantó, se ruborizó al cabo, al darse cuenta que concitaba todas las miradas de los pasajeros del autobús que seguía su curso camino de la arena de la playa próxima.
En la primera parada se lanzó fuera de él, del maldito coche de viajeros, mientras las risas le acompañaban como mariposas que revolotearan por encima de sus hombros para acariciarle la cabeza pelada. Aquellas malévolas risotadas que le acompañaron en el camino de regreso, malévolas sí y frustrantes también.
Corrió Frederik hasta esconderse del susto en la habitación del hotel donde se había aposentado y por mucho que se repetía que aquello que le acababa de ocurrir tan solo suponía un contratiempo sin mayor importancia, no era sino una patraña que añadir, a las muchas mentiras que iba interponiendo en su camino de integración dentro de una sociedad hasta entonces desconocida para él. Una añagaza más, se repitió, de la vida, porque por mayores intentos que hacía para levantarse del sillón donde se había sentado, en modo alguno lo conseguía, cuando pasadas las horas y creyéndose algo más calmado, intentó salir de nuevo a la calle.
Allí, en aquel refugio, sin salir, sino mirando por la claridad de la ventana al infinito, aguantó quince días, hasta que acabadas las vacaciones determinó volver al trabajo, a la rutina diaria.
Esperanzado, con el ánimo sereno, por encima, se dijo, del bien y del mal, erradicado este último, entró en su despacho, en su calle, en su coche, en la oficina, donde los compañeros celebraron su radical corte de pelo. Nada de aquello le resultó ingrato, cuando lo había abandonado ahíto de pensamientos negativos, muy al contrario, se reintegró a la práctica diaria con la benevolencia de quien ha recorrido el mundo y ha encontrado en este lugar, su sitio en la Tierra.
Comments by José Luis Martín