Don Pristiliano Rua de la Reguera es un todavía joven científico obsesionado con su trabajo.
Desde su infancia, que no es la inquietud reciente, está resueltamente empeñado en resolver el intríngulis de la vida.
Se cree que esta manía, en la que se enfanga de la mañana a la noche, le sobrevino, aún con más virulencia si cabe, en el último tercio de su carrera científica, cuando por casualidad cayó en sus manos una revista sesuda en la que pudo leer el viejo mito de como las yeguas lusas eran preñadas por los impúdicos vientos que vienen del mar.
Desde este instante buscó incansable el milagro en la probeta –don Pristiliano lo llamaba corolario mutable- el cómo y el por qué de tales fecundaciones y el cómo y el por qué de llevarse a efecto en los seres humanos. Con tanto ahínco lo tomó que llegó a formular versiones distintas de las archiconocidas concepción natural y de la misma partenogénesis, sin resultados apreciables que no fueran ya conocidos.
Sin embargo, el mundo entero, sin excepción, autorizada o al menos conocida, estaba pendiente de la investigación de tan reputado científico y al tanto de tan esperado descubrimiento.
En sus averiguaciones, exhaustivos escudriñamientos, de tanto como rizó el rizo, logró lo que parecía imposible, su mujer, doña Romualdiña de Todos Los Santos, estéril aunque esperanzada, llegó a concebir, al igual que las yeguas lusas, por intervención del rijoso viento que don Pristiliano tan sólo puso la ciencia infusa, incapaz, por el momento de cualquier otra heroicidad. ¡Fue un verdadero prodigio!.
Al milagro de su hija, -pues milagro supuso creer las explicaciones dadas y la palabra empeñada por su mujer y los vientos que denominó “saudades”- le llamó Adivina y fue la niña rubia y bella y como era de esperar siempre supo sonreír a todos los vientos.
Sus labios, abiertos por una sonrisa, fueron una onza de oro recién acuñada.
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