Bernardo G. del Carpio goza de una salud precaria. Posiblemente, consecuencia directa de pasar todo el día de pie, detrás del mostrador de su tienda de libros, se le ha entumecido los centros de actividad y el ansia de una vida sana. Parece mentira que un hombre, con su altura de gigante, sus anchas espaldas como grupa de mulo y su cara sonrojada, vaya por el mundo doliéndose de la mitad de los males que nos invaden, inundan y atosigan. Sin duda es un perfecto exponente del enfermo imaginario que con sapiencia infinita sobre el ser humano trazara el dramaturgo francés, Jean-Baptiste Poquelin, el bien llamado Molière, padre de la Comedia Francesa.
– A ti, Bernardo, como a un 27% de la población de este país, le influyen negativamente los logros conseguidos y por ende, no ser lo suficientemente despierto para inventar metas a las que seguir subiendo o domeñar. Si a la vida no se le pone un señuelo lo suficientemente importante, se quiebran las ansias. ! Ay, amigo, si sabré yo sobre enfermedades inventadas! – le dijo un librero amigo, en el entreacto de la venta de un Nobel encuadernado en piel de cabritilla.
Un día, Bernardo leyó, en una revista de divulgación científica, la íntima relación existente entre la salud y las lecturas poéticas. Bien es verdad que, llevado por su hipocondría y en alas de sus sueños frustrados, que había probado de la farmacopea al uso una amplia variedad de sus productos, sólo a medias creyó en tales lecturas. Se dijo, no obstante, que por probar nada perdía y así, a bote pronto, abrió el libro del hoy académico de la lengua, letra Ñ mayúscula, Luis María Anson, recién estrenado entonces, “Antología de las mejores poesías de amor en lengua castellana” y fue tanto el impacto recibido por su alma y de tal forma se le desparramó el sentimiento por los sentidos dormidos, que se le olvidaron de golpe la mitad y un poco de sus extensos males.
Tanto fue el bálsamo, que el mismo lenitivo de Fierabrás se quedaría corto para sus heridas, pues que hablaba y no paraba de sus terapéuticas virtudes. Decía:
– De no haber leído yo aquellas sesudas recomendaciones, donde para curar mis enfermedades me incitaban a leer poesía, seguiría ahora en la zozobra de mis achaques. Razón tenían cuando afirmaban que de los muchos males que me aquejaban se infería el reblandecimiento de mi cerebro y por ende se inhabilitaba a mi alma eviterna para la vida de este mundo. Razón era desconocida y tan próxima, que la lectura – toda ella indiscriminada, que al tiempo que nos hace pensar nos distrae – sobremanera el ripio, la rima, la prosa lírica etc., todo cuanto de ardor nos inunda los recónditos escondrijos de nuestro cuerpo.
Bernardino, a pesar de su profesión, no es un hombre culto, pues apenas si en las baldas de la biblioteca de su casa guarda un Quijote impoluto y una Biblia siempre empezada y nunca terminada. No obstante y siguiendo las recomendaciones del sabio para curar sus males incontables no lee, que devora, cuanto libro de poesía pasa por su manos y lo que es mejor, paulatinamente se olvida de todos sus males, verdaderos o infundados.
Tal fue el milagro y tal la admiración por cura tan barata y efectiva que él mismo comenzó a rimar. El librero que no había abierto un libro, aunque por su oficio se sabía de la A a la Z el catálogo de poetas que en el mundo han sido, ( aún aquellos menores y compatriotas que pasaron con más pena que gloria por el parnaso español ) arrancó su primera poesía, larga y profusa como parece de ley que corresponda a todo principiante, con el pomposo titulo de: “Desde el interior de la rosa nadie advierte su perfume” y cuya estrofa final, por ser la más representativa, y porque guarda un amor apenas vislumbrado, de ahí su intrincada intención, reproducimos para reconocimiento de tan notable cambio:
Si el alma se escapa en un gemido,
llanto suave del corazón lastimado,
es el alma que quiere, en un suspiro,
escapar volando en alas del amado.
Comments by José Luis Martín