Dejó Abbadaba atrás la selva, las veredas interminables, los caminos angostos, las riberas impenetrables, la oscuridad y la tiniebla así como el tétrico canto que sale de garganta desconocida. Anduvo el camino recto del retorno dándose golpes de pecho y culpándose a sí mismo de la tragedia y de cuán tonto había sido queriendo a su pueblo imponer un folklore trasnochado, unas pautas no definidas, cuando él, lo que verdaderamente pretendía, pues estaba en su pensamiento, era la de abrirles horizontes de libertad.
– Y con la libertad –dijo tan recio el muchacho que aún pudieron oírle los que a empellones le habían echado- los cimientos de la nueva filosofía, los nuevos modos y maneras, el pensamiento, la cultura y la desaparición y purgado del oscurantismo perpetuo que tan pródigamente había arraigado por aquellas tierras.
Con estas y otras retahílas vino Abbadaba en busca de la luz perdida. Hasta este momento no había apreciado en su justa medida la claridad de Lanzarote. Añoraba su luminosidad como el náufrago la tierra, como el sediento el agua, como el golpeado la justicia.
No le fue fácil el camino. Huérfano de todo cuanto había traído, pobre como una rata del desierto, caminó sin tregua ni descanso y bebió del agua de las fuentes y del fango de los caminos y en todo momento pasó tanta hambre que, sobre el cielo juró levantando el puño que nunca mas saldría de su bolsillo la última moneda.
Por peligros inusitados, por barrancos recorridos, por gentes que le socorrieron llegó al fin a la orilla del mar, donde las olas sin descanso baten las playas amarillas.
Sobre esta arena descansó treinta días. Por arte de birlibirloque allí le brotaron los nuevos sueños. Las ilusiones que creía perdidas y una vez más soñaba con la patria suya y cómo podría él levantarla en mejores tiempos, en otros momentos, en aquellos propicios para que su gente creyera en sus palabras que en esta ocasión no le dejaron pronunciar.
Al cumplirse el día treinta y uno, por casualidad, que no encontraron a nadie mejor, le contrataron en un barco de pesca como pinche de cocina. Nunca Abbadaba Guayco se había visto en situación parecida, pues nada o muy poco sabía del arte de cocinar, mas siendo la necesidad resorte del ingenio, hace avivar éste y a la semana de estar navegando ya era experto en aderezar todo cuanto el mar producía y permitía subir a bordo.
Sin embargo, no era éste el camino ideal de retorno que había pensado, más, teniendo en cuenta la primera vez, cuando voló de Berna al aeropuerto de Arrecife, como turista distinguido. Abbadaba lo sabía, pero tenía muy claro que nunca podría embarcarse en una patera maldita y trabajar, al menos durante cinco años, para pagar el pasaje a un perverso y desnaturalizado patrón sin conciencia.
Y como Dios ayuda al que resiste y no sucumbe por los embates y retos que nos plantea la vida, al mes de estar navegando, cuando tantas veces había divisado furtivamente desde estribor la proa de las islas, el barco, sin saber muy bien por qué, sin ninguna razón aparente, comenzó a soltar espeso humo de la sala de máquinas.
Del miedo a que el fuego se propagara, algunos de aquellos avezados marineros se lanzaron al mar y otros, aquellos que incomprensiblemente no sabían nadar, entre los que se encontraba Abbadaba, se reían nerviosos de sus esfuerzos y piruetas.
Tras el susto que al cabo nada fue sino una falsa alarma, aunque suficiente para que el patrón mandara mudar la derrota y dirigirse, por precaución, dijo, hasta la isla más próxima.
De cómo llegó Abbadaba a Costa Teguise nadie hay que lo sepa, que si bien se supone que sólo él lo sabe, dice que aquellos kilómetros desde donde el barco ancló y que le separaban de su punto de partida, de su trabajo, de sus gentes, de la añorada Armada Invencible los hizo corriendo y en el mismo instante de unas pocas horas.
Lo que es un hecho constatado es que cuando al fin llegó a La Cuchara Chica, después de tres meses por esos mundos de Dios, aquella playa de arena caliente y piedras removidas, allí donde hacen vereda los maricas para no lastimarse los dedos de los pies, allí se arrodilló Abbadaba hundiendo la frente en la arena añorada.
Hincó sus negras rodillas en la arena y como había visto hacer a otros navegantes, con sus labios aplastó con complacencia la tierra como si besase a la amada por tanto tiempo separado de ella. Sintió así el aprendiz de cocinero, el hamaquero de Costa Teguise, lo que no podía creer que fueran sus sentimientos tan fuertes, pues besos y lágrimas se fundieron con la arena y así también lo pudieron contemplar, en silencio respetuoso, la Armada Invencible que había venido a darle la bienvenida.
Del Libro «Lanzarote:cuento a cuento»

Comments by José Luis Martín