Se enamoró Adolfina de la voz de su primo sin conocerle. ¡Pobre Adolfina romántica, pobre niña montada a ahorcajadas en un sueño!
Su primo se llamaba Edulcorato y a azúcar le sabia la palabra y a melaza cuanto decía. ¡Pobre Edulcorato!
Con dieciséis años, la niña se remecía de las ramas del sauce llorón que adornaba su jardín. Mientras iba y venía por los aires hablaba con los pájaros que, en las empingorotadas crestas de los árboles trinaban la alegría de su existencia alada. Cantaba Adolfina al unísono las excelencias que suponía en la persona de su primo Edulcorato, con voz que se le hacía plañidera a veces por sumida y a veces de orgullo se la llenaba altiva. Decía así:
– ¿Dónde escondes tu figura primo Edulcorato? ¿Dónde guardas tu voz que me enajena? Río y canto al tiempo como si loca estuviera cuando sólo estoy enamorada de ti sin conocerte.
El primo se resistía a dejarse ver. En el fondo, porque conociendo la pasión de Adolfina, le gustaba la situación de ser un hombre adorado; más si cabe cuando era su cuerpo apelmazado y corto, sus piernas flacas como palillos que sostuvieran, a la vez, la albóndiga de su cabeza y su blanco y abombado abdomen. Reía y lloraba Edulcorato por la felicidad de la pasión que transmitía y por la desilusión que a ciencia cierta sabía que iba a producir en su prima.
– No será la voz la pena, será mi yo cuando desamparado me muestre ante ti. No abras de tener misericordia y hasta engañada te sentirás al verme.
Así razonaba Edulcorato, sin confianza ninguna de que fuera ciega su prima Adolfina de la que, sin conocerla, se enamoró perdidamente.
– ¡Basta tu amor – clamaba mirando su figura deforme delante de un espejo – para sentir el mío! ¡Basta tu sólo deseo para que me rinda complacido a tu voluntad¡
Desde que se enteró de que su prima venía, los lamentos se trocaron en llanto. Lloraba amargamente como si la vida le fuera a abandonar. Sollozaba de forma queda avergonzado de lo que creía era una debilidad de niño mimado.
Al fin llegó el día que vino Adolfina, la prima enamorada de la voz que escuchara por teléfono. Venía a pasar el verano, a tomar el sol en la playa, a jugar con la arena mojada para hacer corazones de amor. Edulcorato se marchó de casa, la había visto, escondido tras el visillo de la ventana de su habitación y tan bella le había parecido, que todo el llanto se recobró en catarata, pues lloraba el abandono sin haberse producido el encuentro.
– ¿Serás la luz de mis ojos? – Recordaba Edulcorato que le había preguntado Adolfina con un hilo de voz, aquella segunda vez que hablaron por teléfono.
Y recordaba también como Edulcorato le había respondido que sí, ¡ qué para toda la vida!.
Aquella noche se cayó el muchacho por la torrentera de sus lágrimas y se ahogó en el río. Su prima, cuando a la mañana siguiente le trajeron a casa muerto, quiso, porque la voz no la podría escuchar más, saber como era la cara de su primo. En los dedos, con los que palpaba el mundo y el aire, la luz y la oscuridad en donde sus ojos estaban sumidos, las flores, los pétalos y el amor desconocido, se le quedó dibujado el rostro. Aquellas facciones – pensó Adolfina – eran perfectas a sus ojos ciegos, era el retrato en blanco y negro de su dolor terebrante.

Comments by José Luis Martín