Cuando el jardinero descubrió que aquella flor, nacida en su jardín, era la más bella de todas cuantas había criado, la hizo suya pues se enamoró como un niño de ella y para siempre.

Fue un amor tan intenso, confesaría tiempo después, que de haber durado más de los cinco días que duró la flor sin marchitarse, hubiera dejado al amante jardinero sin el más leve hálito de vida.

Lo mismo le pasó al hombre que, paseando a la orilla de un arroyo próximo descubrió una amapola a punto de estallar en pétalos rojos. Claro que, esta flor apenas si duro más allá de un día. No obstante, fue el tiempo suficiente para que el paseante y el jardinero, cuando el sol se apagaba por poniente dibujando arreboles de oro, confluyeran mirando, entre lágrimas, cada uno a su flor que tan raudas se extinguían.

Aquellos dos hombres se encontraron y se reconocieron en sentimientos tan parecidos que, el uno al otro se borraron las lágrimas que de sus ojos fluían.

Hoy, los dos, cuidan con esmero el propio jardín, los dos riegan las plantas, los dos miman las flores que de ellas surgen y cuando en la tarde descansan, sentados en las hamacas del porche, hablan y se encandilan con la belleza obtenida.

 

– Siendo efímera la belleza, el recuerdo, sin embargo, se prolonga por toda la vida – dijo uno de ellos.

– Junto a la hermosura, no lo olvides, -respondió este- existe también la fragancia y aún por encima, el momento sutil en el que se nos permitió contemplar, con la alegría que alienta a nuestros corazones, su perfección.

 

 

                                                  

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