De las risas de los demás alumnos, el maestro don Diodoro salvaba a Doroteo. Decía de él los más encendidos elogios que pensarse pueda y las más encomiables virtudes de las que, aseguraba, estaba adornado. Todo ello lo hacía en su afán protector hacia aquel niño bueno y diferente.
Pero ello no impedía que los otros niños se siguieran burlando de él. Así, hasta el día que, a propósito oyó un chiste ingenioso que permitió al maestro elucubrar una idea que pudiera salvar a Doroteo de las rechiflas.
Comparó don Diodoro al alumno burlado con Newton, el inventor de la teoría de la gravedad. Explicó el profesor que al igual que el sabio observando la caída de una manzana formuló la ley que lleva su nombre, Doroteo, su condiscípulo, había sido el único que se había desprendido del manzano y que todos las demás seguían en él por inmaduros.
Así quiso el maestro demostrar que, la proyección que emanaba de una persona no tenía porqué ser comprendida en su integridad por las demás.
– Es posible que viendo algo que por su dimensión no entendemos su significado, traduzcamos a risa nuestra propia ignorancia – añadió.
Desde entonces, Doroteo, es un niño más, aunque siga sin jugar al fútbol, ni a la pídola ni a las canicas y ni siquiera se ría de las condiscípulas con falda.

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