Era un olivo en el campo,
dejado de la mano de Dios,
sus años eran eternos,
sus ramas miran al sol,
y mil dueños ya murieron,
apeteciendo la longevidad,
de aquel árbol milenario,
porque les multiplicaba la edad.
Quienes así les miramos,
sus troncos de fuerza retorcidos,
con sus frutos que enamoran,
sus años que no se cuentan,
pues se pierden en los siglos,
para admiración y sorpresa,
de quienes con sus fluidos se deleitan.
Este olivo que contemplo,
al borde del agua está,
en el vértice del precipicio,
contemplando el ancho mar.
En sus ramas los jilgueros,
junto a mil gorriones más,
trinan sus cantos sin orden,
mientras se afanan chillones,
para henchir los nidos de celo,
donde moran sin concierto,
el milagro de sus alas,
al fin son ángeles del cielo.
Recia sombra dan sus ramas,
debajo de las que me siento,
el descanso de la tarde,
mientras admirado contemplo,
entre sus hojas el firmamento,
allí donde las aves esconden,
los coros para sus conciertos.
Como del árbol,
de su fruta diluida,
y con gusto siempre alcanzo,
del delicado liquido que emana,
el perfume denso que tiene,
la virtud de protegerme,
pues me regala la vida,
cuando comienza a desvanecerse.

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