Era una calle larga y estrecha. Vieja calle de muros donde el humo había penetrado royendo el descoyuntado cemento de otros tiempos.

 

– ¡Mi primer hermano fue el primer jefe de la última tribu!

 

El Bronx es un grito en el vacío. Un llanto para millones de mortales. Dicen que, algunas noches, se queda desierto. Se le va el alma volando hacia un continente.

 

– ¡Mi último hermano no vendrá! Debe quedarse en el contacto de dos almas juntas. Dios no quiere que engendremos odios.

 

Un perro vagabundo volcó una lata de desperdicios. La negra boca de un portal abierto dio albergue a su miedo.

 

– El primer Dios permitió a los mortales tener otros dioses. El hombre es incapaz de domeñar los límites de la libertad. A lo más que llega es a censurarla.

 

Aquel bidón se llenaba con la lluvia. Todos los niños se parecen, a una prudente distancia. También las estrellas del cielo. Uno de entre aquellos niños le clavó un punzón en el vientre. Días después le perforaron la base. Con la abertura de la boca fue un xilofón de tres sones en tres tiempos. Hace años, alguien, no se sabe quien, le apoyó contra el muro. Una estrella cambió de lugar dejando un rastro efímero.

 

– Cantan con los labios prietos, encajados los dedos en un grueso puño. Dicen del alma cuando se va que construye la más alta empalizada para un feroz tigre. Después se sienta tranquila en el centro. Ha llegado la hora de la meditación.

 

Kin se apoyó, más si cabe, contra el bidón vacío y el muro desconchado de viejo cemento. Hasta allí había llegado resbalando desde hacia treinta años. Traía sangre seca de todas las partes del mundo conocido. Un perro sin dueño vino despacio hasta hocicarle en las consumidas nalgas, mal guardadas por un pantalón roído. Los perros protegen a los hombres de la inseguridad que les causan las sombras.

 

– El mundo huye. La Humanidad es débil y corre de sí misma. Yo, junto con mi sombra, me he sentado en medio del camino, ese que conduce a ninguna parte. Las fuerzas que me impulsan son tan iguales como debería ser la lucha entre hermanos gemelos. Estoy cansado de esconderme.

 

La noche es un hondo camino para el más grande de los olvidos. La sombra tapa la cicatriz más reciente. El dolor no se apaga con agua. Tampoco con el fuego. Si acaso lo mitiga el tiempo y una mirada.

 

La luz y los gritos llegaban por igual hasta esta calle, con andar cansado, como si en verdad hubieran recorrido miles, millones de kilómetros. Kin sabia que a esta hora gritaba el santón venido profeta de un lejano continente. También lo hacían nervudos mortales, seres fornidos de mirada famélica. También la caterva de niños hueros y sin rumbo. Unos y otros gritaban como posesos a la puerta de los burdeles la mercancía blanca, la mercancía roja, la mercancía azul. Aquella que a propósito confunde los colores y las razas cuando acaba en el caos.

 

 Estos chiquillos, a medio vestir, reparten boletos de hospedajes baratos. A ninguno de ellos se le advierten los labios en las boca apretadas. Acaso por eso no puedan sonreír. Un mare mágnum de gentes enloquecidas, cogidos por los codos, discutían la eterna contradicción de los seres humanos.

 

– ¡Son unos años para una vida!

 

Una leve luz hirió a la sombra con un cuchillo abierto.

 

– La luz que se apaga son unos ojos llorosos cuando de golpe les cierra el cerebro.

 

Vino bordeando el mar desde los algodonales del sur. Se tapaba la cabeza con una gorra de tela de alquitrán. Los pies con sandalias de tela, de muchas telas entrelazadas. Kin había nacido con las palmas blancas. Con él se trajo la vieja corneta y un reloj parado de oro, junto con mil folios escritos en el alma desaparecida de su padre.

 

– No quiere preguntarse la razón de estar aquí. No quiere juzgar la codicia de aquellos que, antes que Kin, fueron igualmente esclavos.

 

El calor de los tugurios se vino a la calle donde Kin había optado por sentarse. Sofocaba el humo, cansaba el sudor. La pesadez de años vividos agrietaba la voluntad hasta romper el músculo. Kin relajo la cabeza sobre el hombro maldito. Un perro ladró de soledad en un eco largo para una calle estrecha. Kin, al fin, cansado, sombra de si mismo, harapo humano, había cerrado los ojos en la triste oscuridad de los hombres.

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