Anais Cerezo estuvo llorando toda la noche. Las horas que pasaban no mitigaban el inmenso dolor que sentía. Por el contrario, la insufrible sensación de culpa se le extendía en el alma como mancha de aceite en el lago sereno que hasta entonces había sido su vida.

-¿Por qué lloras Anais, si puede saberse? – le preguntó el recuerdo de su pasada felicidad.
-Porque he dejado crecer al cocodrilo en una pecera y porque otro tanto he hecho con la semilla de un castaño de Indias cuando lo he plantado en una vil maceta – respondió Anais.

Y las gentes, de las lágrimas de la muchacha se reían a mandíbula batiente y los niños hacían burla. Sólo los sabios lloraban con ella al tiempo que, mirando el futuro, se alegraban de que en esta vida hubiera, por si sola, comprendido su frívolo error.
Así, Anais, amargamente se arrepintió de haber encerrado al cocodrilo en la pecera que no le dejó crecer, si exceptuamos una joroba infamante que le creció en el lomo. Otro tanto le ocurrió al pobre castaño de Indias que, constreñidas sus raíces al reducto mínimo de una maceta, tuvo que conformarse con crecer apenas unos pocos palmos, cuando la falta de tierra donde desarrollarse y de espacio donde expandirse, le conformó contrahecho.

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