A ti, que soñaste con la bebida del sentido,

perdida en el sueño hondo de los vasos.

A ti, con tu gabán de pelo blanco ruinoso,

pies de tierra con olor de acera húmeda.

 

A ti, la mano de cien años, perdida ya,

tras el viento y la marea que borda la frente.

A ti, que trajiste el vino al comienzo de los labios,

percibiendo el aroma caliente de los besos.

 

A ti, ciega y cerrada a los ruidos del mundo,

amada por la distancia y el olvido.

A ti, corriendo siempre abrazada tras la nada,

abrazada al asco de los hombres.

 

A ti, que hiciste miedo con tu miseria,

es a ti, por quien yo, desde dentro,

te amo con el sentido a medio camino,

agarrado a los extremos del tiempo.

 

Por todo esto, mujer, déjate morir,

ni suave ni doliente,

la fuerza del grito y las uñas en la carne,

la voz ronca y la boca de espuma,

la nariz roja y los ojos de sangre.

 

Destruye por ti ese último harapo que es tu cuerpo,

déjalo que descanse con la paz de ceniza,

con el recuerdo de la voz que hablaste,

con la humedad penetrante… del silencio.

                                                                             

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