Se solaza la serpiente, tendida cuan larga es, sobre el tronco del árbol, y aún su enorme cabeza, grande como concha de galápago, se pierde entre la hojarasca de la rama más alta. Acostada sobre la formidable corpulencia del tilo, que de inclinado como está parece que todo él reposara sobre las rodillas amantísimas de una madre imaginaria, dormita desprevenida su digestión de ofidio satisfecho.
Empero, es tan colosal el árbol que la serpiente, aunque formidable también, apenas si se la distingue algo más que se ve la vena frontal en la cabeza de un infante.
Descansa o dormita y en su mimetismo, la mirada la confunde, que es la corteza y la piel la misma cosa y aún la cabeza, como el triángulo de la Trinidad, se diluye entre las hojas del tilo
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Cogidos de la mano un hombre y su hijo pasean por el bosque. El niño se admira del entorno nunca visto, de los árboles imponentes que le atraen con magnetismo hasta ahora nunca sentido y más se asombra de la espesura con su impenetrable secreto, celosía que tapando el misterio nos descubre el miedo.
El padre, con abundancia de detalles, explica a su hijo la importancia y la trascendencia que aquel bosque tiene sobre la vida de los hombres, sobre la vida del planeta. Y así le dice que debe estimarlo como si de un igual se tratara. “Al fin son la misma vida, son el mismo aliento que mueve nuestra sangre”
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El niño deja la mano de su padre y corre embriagado por la floresta. Llega al tilo, donde dormita la serpiente. Corteza y piel se confunden y apenas si resalta algo más que la vena frontal en la cabeza de un niño. El árbol inmenso reposa inclinado sobre las rodillas amantísimas del aire.
De improviso, un rayo jupiterino, manejado por los hercúleos brazos de un leñador, cae inmisericorde sobre el tilo. Los golpes resuenan por el bosque como los aullidos lastimeros del lobo solitario.
A media tarde, miles de veces ha caído la afilada cuchilla sobre la indefensa madera. Con la última fibra-vena que corta se rompe el músculo lastimado y un estruendo horrísono invade el bosque asustando a todas las criaturas que pululan por él. Sobre la savia blanca cae la sangre derramada de la serpiente sorprendida.
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Con los primeros golpes, el niño que admirando el tilo ha bajado hasta ponerse debajo de su inclinación, levanta sus brazos al cielo intentando patético detener la caída que presiente. Sus gritos, advirtiendo las palabras de su padre, se han perdido en el silencio del corazón del leñador que sordo a todo cuanto no sea su cometido, una y otra vez descarga su hacha sobre la madera inerme del árbol, cuna de una serpiente.
El niño, cumpliéndose lo que su padre le había dicho, muere aplastado bajo la copa inmensa del tilo. Los arboles, dice mientras sus ojos abiertos miran al cielo, que en verdad matar a un árbol, destruir a una serpiente, es sinónimo de la destrucción de una vida. La suya, que se pierde entre las ramas que en el suelo le tapan y no le cobijan.

Comments by José Luis Martín