Callado era Sepulvino, tanto, que muchos de cuantos cerca de él vivían, pensaban con razón que era mudo.
– ¡Buenos días Sepulvino!
Asentía al saludo con la cabeza por lo que, de ello se deducía que mudo no era, si acaso carecía de capacidad para contestar, pensaban los más atrevidos.
Así fueron pasando los años y el muchacho creció hasta la edad adulta. Más seguía sin pronunciar palabra alguna, al menos que alguien pudiera decir lo contrario. Su madre, para disculparlo sin duda, contestaba cuando era interrogada al respecto con la misma respuesta que se da al chiste: “es que hasta el momento, mire usted, todo en la vida lo ha encontrado a plena satisfacción, por lo que le parece inútil perder el tiempo comentándolo”.
Un aciago día amaneció triste. Sobre las losas del portal donde habitaba Sepulvino, encontraron muerto, con un cuchillo clavado en el costado siniestro, el portero de la finca.
En un principio nadie sospechó del muchacho mudo, Nadie hasta que se declaró la evidencia. Emprendida la investigación correspondiente se vino a demostrar que el cuchillo jamonero era de su propiedad, que las huellas en el mango coincidían con las que exhibía en su carné de identidad y aún la sangre sobre su camisa no era consecuencia de haberse limpiado cuando se mancho al quererle auxiliar, tendido como estaba en el suelo. Era procedente del costado del recién llegado portero, que apenas si hacia dos días que había ocupado aquel trabajo.
Preguntado el por qué, Sepulvino tardó en contestar. Quienes admirados asistieron al interrogatorio dijeron después que pasó, de una aptitud ausente, sentado en la silla de los interrogatorios, a de súbito mostrar sus ojos que amenazaban con saltársele de las órbitas.
Solo un instante después, inesperadamente, cuando era evidente que le faltaba la voz, ahora con causa justificada, exclamó alto y claro:
– Porque me miró feo.

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