Creyéndome dueño y señor de la hacienda,
perenne soberano del orbe que me rodea,
de los rayos plateados de la luna,
del arroyo que cruza mis tierras,
de los cantos de los gorriones,
que me llegan desde la parra aquella.

Creyéndome dueño y señor de la vida,
de las sombras y de las tinieblas,
de la luz del sol que irradian,
tristes los ojos con los que me observas.

Creí yo que a fuerza era,
vana efigie, torpe estatua de piedra,
soberbia crin,
rocinante a la carrera.

Vino el mundo a demostrarme la inocencia,
con la que vestido iba, mudo y ciego,
cual roto juguete echado en la ladera,
ideal soñado, nunca despierto,
hasta hacerme juntar el cielo con la tierra.

Cuando del trance el sentido recobre,
real entonces entonaré el aleluya,
alegres epinicios a la dulce primavera.

Desde este lugar donde elucubro,
humilde el perdón demando,
enjugues todas mis ansias hueras,
lágrimas muertas,
del negro túnel donde la Humanidad se atasca,
sin dirección el hombre,
y sin camino, falaz se estampa.

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